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La puerta de la habitación del hospital se abrió con la silenciosa precisión de alguien que había aprendido a entrar en lugares donde no era bienvenida. Margaret Schneider cruzó el umbral llevando consigo el frío de los pasillos hospitalarios, y con esa frialdad vino la verdad terrible de que el pasado nunca permanecía enterrado en las tumbas donde lo dejaban.

Valentina estaba recostada en la cama, el pequeño Hermann Jr. descansando contra su pecho desnudo, sus labios rosados moviéndose suavemente mientras se alimentaba del amor encarnado en leche materna. Diego estaba de pie junto a la ventana, observando cómo las primeras luces del amanecer de Frankfurt pintaban el cielo con tonalidades de un rojo que parecía sangre destilada en agua. Su cuerpo emanaba el agotamient

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