Kereem…
Las paredes de la ONU pueden parecer frías, impersonales, diseñadas para ocultar el ruido del mundo, pero yo podía escuchar todo. El latido bajo la mesa, la tensión de los hombros, los dedos inquietos, incluso el murmullo disfrazado de protocolo entre Eduardo y Zahar.
Y ese último era el que más me hervía en la sangre, a pesar de que estuviera trabajando.
Por Alá… esa mujer.
Ella, tan malditamente hermosa, tan impecable en su papel, con la postura erguida, los ojos como centellas cuando repasaba los rostros de los presentes. Me crucé de brazos, en un vano intento de no traicionarme. Pero ¿cómo hacerlo? Si verla era perder el control. Si cada trazo de su perfil me recordaba lo que había sido mío horas antes, lo que aún palpitaba en mis manos.
Pero mi ceño se frunció cuando el hombre de Irán tomó la palabra, y todo cambió.
Desde mi sitio, la vi tensarse cuando ese hombre comenzó a hablar. La verdad estaba muy distraído mirando a varios sitios, además, no por lo que dijo, sino po