El Refugio del Herrero y el Destino de un León
La oscuridad del callejón, húmeda y maloliente, se disipó con la inesperada aparición de Silvio, el herrero. Su figura, antes encorvada por la culpa, ahora se erguía con una dignidad forjada por la redención. Llevaba una capa oscura que lo hacía casi invisible en la penumbra, y en sus manos, sostenía una pequeña bolsa de cuero. El príncipe Calix y el Barón Orlo lo miraron con incredulidad, pero yo, Conan, solo sentí la confirmación de lo que siempre había creído: la marea de la verdad, una vez desatada, arrastra incluso a los hombres más rotos.
—¿Qué haces aquí, Silvio? —pregunté, mi voz era un murmullo cortante, pero sin hostilidad—. Se suponía que los guardias te habían silenciado para siempre.
—Los guardias llegaron, pero la gente los detuvo —dijo Silvio, su voz, antes un susurro de derrota, ahora resonaba con una nueva fuerza—. Los rumores que ustedes sembraron, el grito del pueblo por la justicia de la tejedora, se convirtió en un mu