Omar
Constanza sigue despotricando y sermoneándome mientras nos dirigimos a la salida del hospital. Ese estúpido cobarde se fue con la cola entre las patas, asustado por mis pequeñas amenazas. ¿Cómo quiere que lo respete si se caga en los pantalones a la más mínima?
Es un rival tan débil que incluso me ofende. Claro, si es que se le puede decir así. No es como que yo vaya a intentar algo con esa niña irresponsable. Antes que hacer eso, prefiero volver a prisión.
—Tuviste suerte de que nadie te viera, pero tienes que controlarte, Omar. Tu residencia aquí depende de que te portes bien —me sigue reclamando.
—Ya entendí, hermana —gruño—. Lo único que hice fue echarlo para que no siga molestando a Gina. ¿Qué pasa si le provoca otra alergia? ¿Me quieres explicar cómo vivirías con esa culpa?
—Unas rosas no le van a causar… —Constanza se calla al ver que arqueo una ceja—. Ya, ya, tienes razón, pero eso no justifica la forma en que lo corriste.
—Mejor vamos a casa.
Sujeto a Constanza del brazo