Unan joven hija de un noble, es destinada a casarse con otro de su rango, joven poderoso, de bella apariencia y marqués, pero ella ama a un judío que ha de irse expulsado por Fernando el católico de España y tramará como seguirle para cponseguir estar con él y casarse con quien ama. Una aventura con todo tipo de dificulktades en el mediterráneo que concluirá...
Leer másISABEL DE SEFARAD
Un viento árido se abate sobre la España del renacimiento, en la que se está dotando de identidad propia, y los vientos de la intolerancia, harán que se divida entre mente y corazón, quedando así hasta que una brisa sople desde el este, barriéndola de una vez para siempre.
En la torre del espolón del castillo de “La Concepción”, los ojos tristes de una doncella, miran al mar que se traga a su joven enamorado, dejándola tan sola…tan sola…
Sus cabellos rubios flotan agitados por el viento cálido que se levanta por las tardes, arrastrando arena proveniente de los riscos que jalonan la fortaleza. Como la representación sorda de un sentimiento no comprendido, su corazón late de forma acelerada, y su mente cavila como reunirse con el, aunque eso le cueste la cordura a su padre, don Rodrigo de Pechuán, noble descendiente del hidalgo que cabalgó a las órdenes del rey don Jaime I el conquistador, arrogándose los méritos propios de un guerrero. Que alcanzó el título de conde, por salvarle la vida al mismo rey que moría a traición a manos de un sucio infiel, de no ser por la oportuna intervención de don Alvaro de Pechuán antepasado y tronco del apellido de rancio abolengo que hoy ostenta, don Rodrigo.
No, no dudará doña Isabel de Pechuán en acudir con su joven doncel allá donde fuera menester, que su alma está con él, y su brazo, aunque débil, por el dará cuanto sea necesario. Sangre de guerrero, fluye por sus venas, y hora es de demostrarlo, sacando de donde carece, aquello que no posee. Lágrimas deja correr, que es hembra y no varón, amargura que ha de guardarse, si es que su deseo concibe la doña señora, de Pechuán. Allá marcha que él es de judía la raza, y lo echan de su lado, por haber matado al Señor, el día de su crucifixión. Una vela se pierde en el horizonte, y ella se irá tras del.
Una voz grave resuena entre las áridas rocas que a ella se le antojan barrotes que el Averno le manda.
-Hija…mira que mi alma muere, si os ve llorar, y palidece el cielo si de veras no sonreís. Decidme que habéis olvidado al que fuera dueño de vuestro dolor, que me robó el tesoro que más yo guardo.-le dice con voz que tierna parece, posando su tosca mano, en el blanco hombro de doña Isabel.
-Padre, perdonadme-se vuelve con la faz envuelta en la tristeza ella, dominando su dolor-que no puedo daros placer, en esto que me pedís, y mi yo mismo se desuella por dentro, en espera de vuestro apoyo. Dadle a él lo que para mi guardáis, decidle que vuelva a mí, y…
-Mi niña, vos no sabéis en vuestra inocencia qué pedís con vuestro anhelo, que nada se puede hacer. Donde manda doña Isabel,Castilla, sino obedece. El marqués de águilas, que Gabriel le pusieron al nacer, de vos solicita el don. Prestadle atención a él, que vos le habréis de hallar, solícito, y de buen ver. Decidme que así lo haréis…
La muerte le pareció que le llegaba, cuando su señor padre, le dirigió aquellas crueles palabras, hurgando donde ella, trataba de curar.
-Haré lo que de mi solicitáis, más no pidáis de mi alma tregua, que solo obediencia es, aquello que vos deseáis, y yo os concedo.-respondió doña Isabel, con resignación propia de su educación y rango. Abandonando el torreón, con lento y distinguido paso, para dejar que se la tragasen las entrañas de la torre.
Con la barbilla apoyada en su mano, don Rodrigo mira como, entre lamentos y suspiros, su joven hija, abandona la contienda, sin oponer resistencia. Y piensa si no tendrá ella razón al no conocer la diferencia, entre varón fiel, y el que no se somete, a la ley del Cristo. ¿Acaso no manda el corazón allá donde su lanza clava?. Los estandartes ondean en las almenas, anunciando la presencia de regios personajes, que con sus séquitos moran por un tiempo, en el castillo de don Rodrigo, a la vera del rey Fernando, que supervisa la expulsión de los hebreos.
-Mi señora,-se dirige a ella su aya, que conocedora de su dolor, no se separa de su señora, tratando de consolarla-no desesperéis que todo ha de arreglarse, y la sonrisa asomará de nuevo a vuestros labios. Venid que os he preparado algo de comer, que estáis muy flaca, y me preocupa que don Gabriel, os vea en este estado tan lamentable…-suspira el aya, que sabe lo que se ha de hacer.
Ambas mujeres descienden los estrechos escalones que en círculo bajan al gran salón donde los nobles reunidos, esperan la presencia de la más solicitada de las doncellas hijas de noble. Todos vuelven sus ojos a ella, y se levantan en señal de respeto, para presentar su admiración a la hija de su anfitrión.
Lucen atavíos con sus armas en el pecho, que hablan de hazañas que llevaron a cabo sus padres y abuelos, y que les convierten en señores de feudos y riquezas. Entre ellos se halla, don Enrique de Avalos, marqués del Basto, y con él, don Luis de Castro, que unen sus armas en camaradería, para poner frontera a los judíos de Castilla y de Aragón, que ambas coronas abandonan. Aun allí se encuentran, don Alonso de Hijas, y don Rodrigo de Barahona, que viene de Riaza, en la muy noble ciudad de Segovia, y don Fadrique de Ayala. Todos esperan que la hija de don Rodrigo de Pechuán, de su anuencia, y concuerde con el marqués de águilas, el compromiso que selle la alianza de las dos familias, que convertirá en poderosas a ambas.
Los hachones encendidos crepitan en las paredes, y dan su luz obligados por la brisa que los azuza. Desplegándose todo en derredor del salón en el que se hallan reunidos la flor y nata de Castilla y Aragón. Las armas del conde presiden en lo alto de la enorme chimenea, en dos banderas cruzadas, y cuando él aparece en el dintel pétreo de la puerta que da acceso al torreón, todos se dan la vuelta para prestarle atención, pues tiene la confianza del rey Fernando.
-Gracias amigos, por acudir a mi humilde casa, en este día tan importante para las casas de Castilla y Aragón, que se ven al fin libres de los hebreos, para dar comienzo a una era sin infieles, que dejen mácula en la historia torturada de estas tierras. Mi hija doña Isabel de Pechuán, conocerá hoy a quien la pretende desde hace largo tiempo.-Dirige su mirada a don Gabriel, marqués de águilas, que ciñe espada al cinto cuajada de joyas rojas traídas de la lejana Catay. Su túnica roja y blanca, luce en su pecho las armas de la familia, que son campo de plata, y sobre él,, castillo azul flanqueado por dos coronas de oro, sobre campo negro, con bordura azul y siete cruces, muestra de las batallas libradas a las órdenes de reyes de Castilla, que yacen junto al Señor.
-Heme aquí, con el ánimo encendido, dispuesto a honraros señor, pues es vuestra hija quien es objeto de mis más sinceros sentimientos, que deseo expresarle.-Mira a la dama que permanece callada, como el protocolo exige, sentada entre dos caballeros que son de su familia .
Así transcurre la tarde, que se revela dura, para doña Isabel, solo pensando en aquel que es dueño de su alma. Recorre con su mente el mar, en busca del barco en el que se aleja, surcando las aguas cálidas del mediterráneo, para no volver. El sonido de las piezas de las armaduras entrechocando, de las espadas que resuenan en sus vainas, y el olor a cuero curtido, le llenan las fosas nasales. Recuerdo que ya nunca olvidará. Su aya está detrás de ella, como la gallina que protege de aquello que amenaza. Ella la ha criado desde que su madre muriera, en aquel infausto día en que ella decidió venir al mundo. Su cuerpo fuerte y grande intimida a quien se atreve a acercarse a doña Isabel, y coloca un muro ante el que no es deseado. El vestido de doña Isabel, de lino fino, y ligero, se derrama por los costados como espuma de ninfa, y sus brazos blancos de marfil se apoyan con sus manos aferrando las cabezas de león tallado, que adornan los reposabrazos del alto sillón de madera de roble, desde el que observa la escena que se desarrolla.
El fornido marqués, se deshace de sus iguales, y con la mirada puesta en doña Isabel, se acerca y dobla la rodilla. Para dirigirse a ella en tono de súplica. Todos los allí presentes contienen el aliento, conscientes de que ante ellos se fragua, la fusión de dos de las casas más poderosas en el levante español. Es en ese instante, cuando el suave fru fru de la seda rozando la fría piedra, anuncia la llegada del más influyente de los canónigos de los dos reinos. Don Pedro González de Mendoza, entra en el salón, seguido de una pequeña corte de hidalgos y abades, que le sirven en su viaje a Cartagena, donde viene a observar, como se cumplen las órdenes de su católica majestad, doña Isabel de Castilla, y de su egregio esposo, don Fernando, rey de Aragón. Ordenes que se refieren a la expulsión de los enemigos de Cristo y de la Iglesia, que poblaran antaño las tierras de los infieles moros, protectores de los hebreos, para deshonra de los reinos cristianos.
Como si un ensalmo se produjese, todos vuelven el rostro hacia su eminencia, que con gesto displicente y acostumbrado, da su permiso para que continúe el acto. Don Gabriel, toma la mano de doña Isabel y la besa, mientras en todo momento, sus ojos controlan la faz seria e inexpresiva de su elegida.
-Hacedme doña Isabel el honor, de convertiros en parte de mi casa, que no hay otro mayor, que adornarla con vuestra presencia, y regaladme con vuestra palabra, el saber que soy de vuestro agrado. No desdeñéis mi oferta, que soy caballero rudo, de pocas palabras en boca, y mi expresión no me hace honor.
Doña Isabel retira su mano con la delicadeza de un pájaro que escapa a ojos de su predador, escurriéndose entre sus garras, y le dice en voz dulce y sosegada:
-Ved mi señor marqués, que solo soy una mujer, y mi alma no anhela, si no, ser amada y aun a amar aspiro, al dueño de mi corazón. Hoy que a mi padre honráis, y que la nobleza de Castilla y de Aragón se halla presente, agradezco vuestro deseo, y me complace saber de vuestras intenciones, más es mi señor quien ha de decir en este menester, las palabras finales. Que yo obedeceré su deseo como hija que le soy.
El aya que tras de ella se halla, envarada como ástil de una lanza, la mira desde lo alto, sin comprender el cambio sufrido en su ahijada. Ella conoce bien el sentimiento profundo que anida en su interior, y no tarda en darse cuenta, de lo que trama su niña. Un escalofrío le recorre el cuerpo, y mira a los allí reunidos, a sabiendas de lo sencillo que resulta desatar una guerra, en el pecho de los varones que están presentes, lo fácil que sería resucitar viejas ofensas, de cuando cada uno combatía por elevar al trono a una princesa, de la casa de los Trastámara.
CONSEJO DE GUERRAEn el enorme salón que se abre al jardín interior y se alza sobre el muro que delimita el harén de las estancias reales, una mesa reina en el centro cubierta por entero de mapas y documentos. Es la mesa en la que se disponen las estrategias de guerra del sultán. Por primera vez un infiel es considerado digno de penetrar en ella, y de dar su opinión respecto de los avances y técnicas de batalla del gran Turco. Felipe de Leizo e Isabel de Pechuán que se oculta tras l personalidad de don Alonso de Pechuán,ante los ojos atónitos de Marcos de Amaya y Ramiro de Santoñán que aprenden asía que no es la madurez, la que experiencia da, sino el bien asimilar las experiencias pasadas, trazan líneas de batalla y estrategias desconocidas hasta entonces por los orientales.-Hemos de crear una sensación de que poseemos más tropas de las que en realidad tenemos. Aumentar la potencia de fuego de los regimientos, y unificarlos. Un buen general, concentra todas sus fuerzas contra un ene
LA SUBLIME PUERTASolomon, acompañado de su hermano sobrino David, se presenta ante el sultán en el palacio. Ha de obtener el médico hebreo la aprobación del monarca para que l joven aprendiz pueda acceder a la presencia del príncipe de los creyentes sin la necesidad de ser siempre escoltado por él. Su padre que también cuida de la salud del gran turco, se halla fuera de Estambul, y traerá consigo especias y medicamentos de la vieja Jerusalén a la que ha peregrinado para rendir culto en ella a su Dios Yaveh. En ella visitará a sus parientes, que emigraron de Francia, cuando se les hizo imposible quedar en tierras de gentiles. En la ladera del monta Moria tienen una casa los Bejhat, y a ella acuden quienes desean conocer las artes de la medicina, y los conocimientos de la Torá. En ausencia de este Solomon, se hace cargo de la familia como patriarca, y decide en consecuencia qué se debe y qué no hacer.Selim que observa cada agesto del joven Bejhat, desciende del estrado en el que se al
CONTANTINOPLA LA OLVIDADAEn la popa de la galera Bresanel y su hijo Samuel, conversaban con discreción sobre los contactos que el hebreo poseía en Estambul, y que iba a necesitar el conde español. La lujosa casa de Isaac Abravanel era el lugar más seguro para que los dos hombres se refugiasen y desde allí poder empezar la búsqueda de su hija que ahora se hacía llamar don Alonso de Pechuán. El judío le mitraba y se preguntaba si realmente todos los gentiles eran como se advertía en la Torá, o por el contrario como en la comunidad hebrea existían todo tipo de personas. Aquel conde con quien había tenido la ocasión de hablar y que le había abierto la puerta de sus sentimientos, se le antojaba diferente a todos los que hasta el momento había conocido. Don Rodrigo alargó la diestra para estrechar la del judío y éste le miró como si jamás hubiesen tendido su mano hacia él con sincero aprecio, como así era. Los dedos del judío se engarfiaron con vigor en los del conde español y dos sonris
LOS MERCENARIOS CRISTIANOSEl sultán Bayaceto II era informado en aquel preciso instante de la existencia de una tropa de mercenarios desempleados en las cercanías de la ciudad, afortunadamente para él que comenzaba a necesitar efectivos para combatir al Khan de Astrakán que dependiente de la decadente Horda de oro, atacaba las fronteras del imperio otomano, poniendo en peligro la estabilidad de sus límites exteriores. En el salón del trono, entre cojines de seda y oro, situado en medio del trono de oro adornado de numerosas turquesas, fumaba una narguile, mientras los ulemas y el gran visir del imperio le relataban las atrocidades cometidas por las hordas de tártaros que asolaban los campos de sus súbditos y secuestraban a sus hombres, para esclavizarlos en sus heladas tierras del norte.-Es necesario detener esta sangría de hombres y alimentos que son desviados a los ejércitos de este Khan tártaro que dirige el más numeroso de los ejércitos que se hayan visto en muchas décadas acer
EL MEDICO DEL SULTANPor la puerta del palacio entra una exigua comitiva guiada por un enorme eunuco negro que les franquea el paso sin que nadie se atreva a detenerle. Selim, era el jefe de los eunucos del sultán desde hacía diez años, y sus deseos eran órdenes para todos los que moraban en palacio. Tras él iba David Behjat, acompañado de su padre Solomon Behjat que era el médico oficial del sultán desde su llegada a Turquía en una de las galeras de Bayaceto II.El sultán se hallaba indispuesto a causa de los excesos sufridos la noche anterior y necesitaba de sus servicios. Solomon conocedor de los apetitos insaciables del sultán llevaba consigo algunos purgantes y unas hierbas que le calmarían el dolor de estómago. Los corredores del medieval palacio de Topkapi, le infundían una sensación de frialdad y le desconcertaba el hecho de que lo hubiesen construido con tantos recovecos y pasillos que carecían de sentido. Selim se volvió en aquel preciso instante, como si hubiera leído la me
LA SUBLIME PUERTACon las dos mujeres a caballo y cambiando lo menos posible, que sabe Leizo de lo exhaustas que se hallan ambas, dan comienzo a la caminata que les llevará a las inmediaciones de Estambul. Allí conocerán su destino, que han de ser contratados si todo anda bien, como hijos de la espada, y así introducirse en el ejército del sultán. Han de conocer que son musulmanes de lejos venidos, y de armas expertos, para de esta manera no tener problemas. El camino tortuoso y el sol abrasador les terminó de agotar, y se dejaron caer a la sombra de un escuálido árbol a las afueras de la ciudad amurallada de Estambul .Ante ellos las torres reconstruidas de los bizantinos cuadradas y altas sujetas por muros dobles de ladrillo rojo, se lazaban orgullosas de sus nuevos amos. Los otomanos le habían devuelto el esplendor a la decadente ciudad bizantina y la había encumbrado a capital del imperio, dignificándola.Erguidos y haciendo acopio de sus últimas fuerzas entraron por la puerta de
Último capítulo