La galera de Leizo

LA GALERA DE FELIPE DE LEIZO

La galera amarra en los postes de madera del puerto y los remos se almacenan en su interior, como brazos que se guarecen del frío. Las maderas crujen agradecidas y toda la quilla parece enroscarse en sí misma para dejarse mecer. Los estandartes se enrollan y se pliegan en las jarcias, y una hilera de triste aspecto sale de la nave. Son los piratas berberiscos que serán en el mejor d los casos canjeados por los cristianos raptados por sus correligionarios. Amarrados por cuello y muñecas avanzan penosamente hasta pararse a una voz autoritaria en medio de la playa que otrora saquearan y cubriesen de sangre fiel. Soldados cansados de la lucha les escoltan a cada lado, y tras ellos viene don Felipe de Leizo, que luce al cinto espada larga y ropajes lujosos de noble de Castilla. El señor don Rodrigo le abraza como se hace con amigo fiel, que es él quien del peligro le libra para vivir adorando en paz, y no es en vano.

-Sed bienvenido amigo mío, que veo venís triunfante como de costumbre es en vos. Estos que aquí veo a los que nos agreden, me recuerdan, que miedo tienen los pescadores, de tales manos crueles.

-Estos son los que, mi señor, saquearon las playas que de vuestra mano son. Aquí y ahora se hará la justicia que se requiere, para que otros no sigan su camino, que en muerte acaba.

-Llevadlos don Felipe a aquel risco en el que crece el árbol que allí veis, y tended una cuerda para que vayan recibiendo tres de ellos la recompensa por su trato con nuestras gentes. El resto será canjeado por cristianos que en sus barcos languidecen.

Como ordenase el señor del castillo, que desde las almenas controla el mar que hasta el horizonte se cierne, don Felipe de Leizo cuelga ante los ojos de su hija, que no lo sabe, a tres de los moros, que chillan al sentir que la vida se les escapa del cuerpo. Los que tienen la suerte de seguir vivos se resignan como aquellos a los que capturasen, a servir de esclavos hasta su liberación a cambio de almas cristianas, que volverán sino han muerto, a sus hogares.

En su escondite, doña Isabel de Pechuán ve la muerte tragarse las vidas de los tres moros que se balancean en la rama mayor del árbol que crece como una amenaza siniestra en lo alto del risco bajo el cual ella leía escoltada de lejos por los soldados de su padre, ignorante de que ese era el verdugo de los que osaban asaltar las costas cercanas al castillo. Su aya le aprieta el brazo con fuerza, y con un dedo en los labios le ruega silencio, para no echar a perder su plan d fuga. Es don Javier de Soto el que es llamado para que acuda a ver al señor feudal, sin que sea hallado en parte alguna.

Don Felipe de Leizo mira en derredor, en busca de los “pasajeros” que ha de llevar en su galera en la madrugada de aquel día infausto en que la hija abandona al padre. El señor se va a lomos de su caballo, que como testigo mudo calla lo que sabe, y los hombres de armas con él se van. Tras de sí dejan tres cuerpos inertes, y un capitán de galera, que ha de salir al mar de nuevo, llevando su más preciado tesoro en el camarín de su nave.

Cuando la oscuridad y el silencio se apoderan de la playa, salen de su escondite los tres fugitivos reuniéndose con el sorprendido Leizo, que solo contaba con una mujer, viendo tres figuras no una.

-Pero ¿Qué es esto? Quedamos en que me llevaría a doña Isabel, ella sola…sois tres eso es un riesgo mucho mayor, difícil de explicar…-se lamenta Leizo, que mira al fraile y al aya, incrédulo.

-No me iré sin ellos dos, capitán, los necesito a mi lado. Os ruego señor por la bondad de nuestro Dios, que no me neguéis esto, que prisa le corre a mi alma, salir en pos de mi señor, que dueño es de mi persona.

Suspira el guerrero curtido en mil batallas, y vuelve la cabeza, abandonando toda esperanza de ganar a una mujer la batalla que ella lucha, que no le es posible resistir su llanto.

-Bien no se qué haré subid que mi vida de un hilo pende, y no me puedo detener en barras. Mi segundo os acomodará en el camarín y no espere vuestra merced nada sino madera dura en el viaje que se inicia con vos de pasajera.

Por la pasarela colocada a tal efecto caminan cinco figuras como fantasmas que del submundo llegaran, para ser tragados por las entrañas del barco. Sus mantos les esconden de miradas indiscretas, que los marineros de la galera, hombres son, aun que de confianza del capitán. Desligan las amarras de los postes del puerto, y separan con tres remos la galera de las maderas que lo sujetan a tierra, permitiendo que el navío se deslice como un cisne sobre las aguas dormidas de la playa. Como una sombra se pierde en la lejanía y las velas triangulares se despliegan con sonido de lona fuerte. El viento sopla de popa, y se adentran en el mar abierto, siguiendo la estela ya borrada por el ingrato mediterráneo, del doncel que escapa de la furia real de la doña Isabel de Castilla, por judío de raza ser.

Los hombres se alineaban en las bandas del navío remando con vigor, con la proa enfilando a la poderosa Estambul. En el camarín del capitán don Felipe de Leizo, doña Isabel y su aya así como el fraile don Javier de Soto, trababan conversación en aras de tomar una decisión sobre como desembarcar una vez en territorio turco a tan delicada mercancía.

-Una vez hayamos penetrado en los dominios del gran turco, habremos de camuflarnos con vestiduras de las que ellos acostumbran a llevar. Cambiaremos el estandarte de la cristiandad por el de un pirata berberisco que se supone trae esclavos para el gran zoco de la capital turca. Posiblemente hagamos algunos prisioneros a tal efecto en nuestra singladura y así tener con que negociar en ese instante que será el más crítico.

-Ay mi señor don Felipe, que no es de cristianos hacer tales cosas, y menos aun atar a seres humanos en cadenas para venderlos como a animales en un zoco, que solo ellos, los infieles hacen tal.-Exclama doña Isabel, que se horroriza ante la perspectiva de tener que superar las enseñanzas que desde niña se le inculcasen.

-Es menester mi señora, que de otro modo no sucede, sino que luchar habremos, en pro de nuestras vidas, y presos es que haremos para no matar, que es mandamiento superior en nuestra fe.

-Que se haga como vos creáis que conviene a tal momento mi señor-le dice adelantándose el aya a su señora-que no opondremos resistencia a lo que consideréis necesario con tal que lleguemos sanas y salvas a Estambul, donde buscar será de primer orden al doncel que anheláis abrazar.-Le mira ella con la esperanza de que entre en razón.

-Por vuestra razón dispongo que así sea, y no por otra cusa aya mía, que me aterroriza pensar en el destino cruel que se les da a quienes por esclavos se les tiene

La vela se hincha y se deshincha y don Felipe  de Leizo sufre la calma que se avecina como una maldición venida del averno mismo. Que es mar de corsarios del gran turco, que no respetan bandera ni estandarte, y temor no sienten por galera, ni de guerra. Los hombres descansan del remo, y comen y beben que pronto habrán de ver los turbantes de los turcos como algo usual en derredor, y las armas listas habrán de tener al cinto si quieren vivir para narrarlo.

Una voz ronca avisa desde la cofa de un navío que asoma por estribor, sin que aun pueda identificarse ni saber de su s intenciones. Apenas resulta ser un punto en la lejanía.

Leizo se acomoda en la borda de babor, y observa el horizonte que se une al mar en abrazo frío más como amenaza que con filial deseo. En la línea que los separa una vela hace su aparición. Es un punto en él pero en dos horas estará cerca y sabrán si es enemigo o amigo. Crece la preocupación en su pecho, y agarra la empuñadura de la cimitarra que ha cambiado por ella la espada, como el resto de los suyos para no dejar que de lejos, les identifiquen. Doña Isabel sale acompañada en todo momento por su aya, y ve al capitán con el catalejo en la mano, dándole vueltas y colocándolo en el ojo a cada poco.

-¿Es que veis algo que no os gusta capitán?- le pregunta con la inocencia de quien no ha visto la sangre fluir del cuerpo de un hombre que lucha por su vida, viendo como se le escapa.

-Aun no lo sé, pero mejor será que os cobijéis dentro del camarín por si fuesen piratas berberiscos que abundan por estas latitudes. Si os ven en cubierta desearán apresaros para venderos en algún zoco…

-Haremos lo que decís…avisadnos cuando el peligro haya pasado señor.-le ruega doña Inés.

Las dos damas desaparecen de cubierta y Leizo hace llamar a su segundo y dos hombres, que seguro está ya, al ver el pabellón que despliegan que de corsarios se trata. La vela azul con la media luna pintada en ella revela que pertenece a Ben Salim, uno de los corsarios de la peor especie, y duro de vencer.

El continuo craaac, craaac de la tablazón de la galera al verse forzada a virar para situarse a favor del viento, les anuncia la llegada de un combate no deseado. Los cañones se limpian y se cargan por tres servidores que a teles menesteres acostumbrados andan, y les apuntan a la galera enemiga, que ya se sabe llega con intención de apresarlos.

Ya se divisa el feroz ajetreo en la cubierta del navío corsario, que se reúnen los hombres en la borda para iniciar el combate. Un cañonazo de aviso les llega a proa y Leizo decide responder cuando se hallen más cerca, pues no quiere fallar ni uno solo de sus golpes.

-¡Preparad los cañones y estad listos para repeler su abordaje. Los bicheros en la mano, y las lanzas cerca!¡ los arqueros a cubierto tras la borda!. Atentos a mi señal. Quiero aun escuadrón de marineros armados con bicheros y lanzas tras ala amurada de babor y en proa. En la popa los arqueros.

Los rostros patibularios de los corsarios berberiscos, ya se pueden ver tan cerca, que asustarían a quienes no se hubiesen enfrentado a ellos otras veces, como es el caso de Leizo y sus hombres. Gritan para amedrentar a sus víctimas y se suben a los flechastes y la borda en ademán de abordar. Entretanto sus cañones truenan y saltan astillas del navío de Leizo destrozando una de las cureñas de la que salta como impulsado por un muelle la culebrina. Pero Leizo y sus hombres permanecen impasibles. Es cuando están ya confiados en que se rendirán cuando da la orden de hacer fuego. La galera está aparejada de estribor con la de los corsarios, y ha situado tres culebrinas camufladas entre los remos. Resuenan como rayos en la noche, y de entre el humo, se oyen los quejidos de los corsarios que mueren sin saber que sucede. La borda de babor de la galera corsaria aparece destrozada y los hombres se aprestan a salir del avispero en que se han metido, sin saber que la muerte ha llamado a su puerta para segar sus vidas. Leizo se lanza seguido de sus soldados al abordaje pues no queda tiempo para nuevas andanadas y entre ellos sin que él lo sepa va doña Isabel que empuña una cimitarra hambrienta de sangre mora. La carnicería que sigue al abordaje deja desierta la nave berberisca, que jamás atacará a ninguna otra. Isabel se emplea con saña contra un segundo de a bordo que resiste en pie blandiendo dos gumías. Tras una larga escena de esgrima digna de un relato aparte, Isabel clava el arma en el estómago del corsario, en lo que es su bautismo de guerrera. Es entonces cuando Leizo ve su cara ensuciada por la pólvora y la cimitarra ensangrentada, y le sonríe desde el centro de la nave aprobando su coraje. Leizo camina ganado metro a metro espacio en la galera enemiga hasta llegar al puente de mando, en la popa del barco, donde el capitán corsario viejo conocido de él, le espera a pie firme cimitarra en mano. La cubierta se halla sembrada de cadáveres de piratas berberiscos y el fuego crepita haciendo crujir la tablazón del navío, que se muere entre atroces estertores. La sangre chorrea por entre los remos y cae al mar en ofrenda al dios de la guerra que con nombres distintos s ele conoce pero la misma cosa pide a quien por sus aguas transita. Ha conocido la victoria y ha hundido a más de una treintena de barcos cristianos antes de ser destruido el. Los aceros se cruzan con miedo y furia en una lucha que es observada por los pocos sobrevivientes berberiscos y sus apresadores que miran el combate absortos en el. Saltan chispas y el moro intenta acertar a Leizo entre las piezas de su armadura que le cubre hombros y pecho, pero el caballero del mar, hunde su espada en el hombro de éste y la cimitarra cae de sus manos. Leizo en una finta siega la vida del inmisericorde corsario que cae al mar que se convierte así en su tumba.

                                     

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