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Mi madre se tensó en la silla. No es que le viniera de nuevo mi bajo rendimiento. Ni que por mucho que me pasara las tardes y los fines de semana encerrada entre libros apenas conseguía avanzar y retener lo que leía. Sin embargo, esa lealtad suya inquebrantable le obligó a decirlo en voz alta:

—Se ha estado esforzando mucho durante estos tres últimos años. —Tal vez quería defenderme o, quizá, justificarse a ella. ¡Quién sabe!

Era innegable que sonaba a fracaso colectivo. Mis padres, ambos, eran académicos. De esos importantes, a los que la gente mira con respeto y un poco de envidia. Humanos, sí, pero con una posición privilegiada que había permitido que su única hija adoptiva pudiera gozar de muchas comodidades, entre ellas profesores particulares o poder pagar las matrículas carísimas de las instituciones que eran solo para puros.

—Nadie niega que Atlantic es una joven aplicada y, desde la facultad, lamentamos que su esfuerzo no haya dado el fruto que todos desearíamos. —Palabras amables, pero el mensaje era amargo—. Quizá, a la larga, esto suponga un beneficio para ella.

Creo que ni mis padres ni yo pudimos creernos esa nota de positivismo suyo.

Suspiré, sintiéndome derrotada. Deseando que las cosas hubieran sido diferentes. Que volviera a ser como aquella mocosa que fui tiempo atrás, esa que no tenía ningún problema en seguir las clases y sacar notas brillantes en los exámenes.

Sin embargo, todo cambió cuando empecé la adolescencia. Mi dificultad para concentrarme empezó a hacerse más evidente y me perdía en mis propios pensamientos, me encerraba en un vacío que no tenía utilidad alguna, y mis notas empezaron a caer en picado.

Para solventar el problema, mis padres pusieron todos los recursos posibles y a su alcance. Primero fueron las clases de refuerzo, luego las horas extras en la academia, y finalmente un número variado de profesores particulares. Pero ni siquiera así había conseguido sacarme la carrera de farmacia.

Me esforzaba. Juro que me esforzaba.

Sabía que era importante para mis padres y que mi futuro dependía de en qué conseguía especializarme, pero nada de lo que habíamos hecho, ni mis padres ni yo, había sido suficiente.

Estaba completamente bloqueada.

Por mucho que me quemara ese fracaso, sabía que no podía llegar a más. Tan sencillo como eso. Una realidad dura pero certera. Innegable. Y jodidamente cabrona.

Más aún cuando, después de mucho sudor y lágrimas, había conseguido aprobar todas las asignaturas del primer curso dedicándole dos malditos años de mi vida. Sin embargo, las asignaturas del segundo curso se me habían vuelto a atragantar y solo había rozado un «Apto» caritativo en una de las optativas. Impresionante, vamos.

Por desgracia, el equipo docente había decidido que no habría ya más oportunidades para mí. Que mi asiento lo aprovecharía mejor otro alumno con más capacidad, aunque ni de lejos tanta dedicación como yo le había puesto.

Y eso lo hacía aún peor. Quiero decir que si pasas de todo, como hacían algunos, y te catean, no es como que puedas quejarte al respecto. Mi m****a sonaba a fracaso. Y me frustraba. Mi limitación. La sensación de que jamás podría ser nadie. Que había perdido unos maravillosos años de mi vida para lograr algo que acababa de escabullirse entre mis dedos.

En otras ocasiones, me habría puesto a llorar allí en medio. Pero me sentía vacía. Algo que no me era del todo extraño. Esa sensación. De no encajar. De necesitar algo que no estaba a mi alcance. Y ansiar algo a lo que no podía ponerle nombre.

―Mantenemos el contacto con dos instituciones de formación especializada. No abrirán matriculaciones hasta septiembre, pero tal vez estaría bien que valoraran su oferta académica. ―Nos tendió un dossier―. Disponen aquí de la información de estos centros y una carta de recomendación de la tutora de Atlantic junto con su expediente, por si lo necesitan para la inscripción.

—Muchas gracias por todo. —Mi padre cogió el dossier negro y se lo tendió a mi madre antes de tenderle la mano al director. El contraste de su piel ébano con la de aquel hombre arrugado, entrado en años, que había frente a nosotros, al otro lado del escritorio, se hizo más que evidente.

Me levanté.

—Espero que todo te vaya muy bien, Atlantic. —Asentí, y me vi obligada a clavarme las uñas contra las palmas de las manos para que el dolor me ayudara a no ponerme a llorar allí en medio. Había pesar en su mirada y un deje de tristeza. En realidad, lamentaba mi fracaso, como si fuera un poco suyo.

Salimos de allí como si fuéramos un frente común. Mi madre enlazó su mano a la mía y mi padre me pasó su musculoso brazo por encima de los hombros, arropándome contra su cuerpo.

Éramos una familia unida. Al menos me quedaba eso.

Nadie habló hasta que estuvimos en la autopista.

Lo que ya era, de base, un mal augurio.

La música sonaba muy suave, en la radio, casi como un susurro. Era una canción country y para nada su alegría era acorde al humor que había dentro del coche. Yo me había refugiado en la nada, anulando aquel malestar que me carcomía por dentro, mirando por la ventanilla del coche. Me sentía tensa y un tanto asfixiada siempre que estaba rodeada por asfalto y cemento. Lo que era un casi siempre, porque vivíamos en una ciudad bastante grande.

—Creo que no es buena idea que estés encerrada en casa todo el día —opinó mi padre.

Busqué sus ojos negros mediante el espejo retrovisor central del coche. Nuestras miradas se cruzaron y sé que pudo percibir mi decepción para conmigo misma.

―Ajá.

Era un ajá muy ambiguo, porque llevaba tanto tiempo encerrada, estudiando, que apenas sabía hacer otra cosa. Lo que era un tanto patético habiendo pasado los veinte, pero en algunas cosas bien podría aparentar tener poco más que quince. En parte porque había vivido encerrada en una burbujita, protegida del mundo y de los monstruos que habitaban en él. En parte porque sentía que les debía tanto a mis padres que no había osado rebelarme, como hubiera sido habitual durante la adolescencia, sino que había volcado todo mi empeño en ser la hija que ellos ansiaban que fuera.

Lo de acatar las normas y evitar conflictos era algo que a veces me asqueaba, pero una aprende a base de práctica. Sin embargo, no podía fingir ser un cerebro andante cuando era evidente que mis capacidades académicas eran flojas. Por no llamarlas pésimas.

―Esta mañana he estado hablando con la señorita Morgan. ―Mi madre usó un tono alegre y conciliador. Era una gran mediadora, y no es que mi padre fuera poco accesible, pero podía evitar usar ese punto autoritario que usaba en el laboratorio que dirigía también conmigo―. Me ha dicho que le vendría bien un poco de ayuda en la biblioteca. ―Ladeé la cabeza, sorprendida con aquello. Hacía mucho que había dejado de ir a ese lugar, lleno de libros con olor a viejo y a tinta seca―. Sé que te gustaba ese sitio y, aunque no creo que sea el trabajo más emocionante para alguien de tu edad, es un sitio tranquilo, silencioso, que no te perjudicará con tus jaquecas.

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