La biblioteca regional había sido uno de mis sitios favoritos en el mundo. Antes de verme obligada a estudiar hora tras hora en academias o con profesores particulares, había pasado allí tardes enteras, con mi madre, mientras ella preparaba unas oposiciones. Yo solía devorar libro tras libro y me perdía en sus historias.
Admito que la señorita Morgan, al principio, me daba un poco de miedo. Mucho tenía que ver esa nariz aguileña, el cabello gris anudado en un firme y regio moño o esas gafas en forma de medialuna que deslizaba por su nariz cuando quería mirarte a la cara. Con el tiempo, sin embargo, acabé cogiéndole un cierto cariño. Pese a sus excentricidades y su característica rigidez, era una buena mujer que tenía debilidad por aquellos que amaban los libros tanto como ella.
—No suena mal —le dije intentando forzar una sonrisa en mi rostro para darle una satisfacción a mi madre.
Pasar horas en la biblioteca no era para nada un castigo, incluso si acababan de expulsarme de la única universidad pura privada que había aceptado darme cobijo pese a mis precarias notas de secundaria. No era como que estuviera de un humor para tirar cohetes.
―La señorita Morgan ha dicho que, si quieres, podrías empezar el lunes.
Lo que era un como que ya.
Pero supuse que estaba bien.
¿Qué diablos haría encerrada en mi casa todo el día sin nada que estudiar? Era patético, pero mi vida se había limitado a eso.
―Pero si necesitas un par de semanas para relajarte un poco después de todo lo de la facultad, o lo que sea, puedo llamarla para retrasarlo un poco. ―Mi madre parecía, por primera vez, titubear. No quería forzarme, porque sabía que mi salud mental pendía de un hilo. Se supone que el esfuerzo debe ser recompensado con un algo. No había sido así en mi caso.
—No, está bien, mamá. Cuanto antes me mentalice de todo esto, mejor, aunque me costará un tiempo asumirlo, supongo.
―Esa es mi chica. ―Mediante el espejo, vi que mi padre sonreía―. Ese es el espíritu: siempre se ha de estar dispuesto a luchar y seguir adelante, no importa cuál sean las dificultades a las que te enfrentes.
Admito que no me había sorprendido que mis padres supieran para qué era esa reunión urgente a la que nos había citado el director de la facultad. Supongo que no había que ser muy listo para hacerse una idea, porque hasta yo había dado por sentado que escucharía ese temido «adiós» que había evitado durante mis dos primeros años en la universidad a duras penas.
Aunque él jamás se había enfrentado a una cateada masiva, porque era un genio. Sus batallas eran microscópicas y mucho tenían que ver con genes, proteínas y mutaciones. Su laboratorio era uno de los más importantes del país.
—Siento mucho si os he decepcionado —le contesté, no pudiendo evitar sentirme pequeña y defectuosa por lo que había sucedido.
—Nos hubieras decepcionado si no te hubieras esforzado —me tranquilizó mi padre con voz seria y profunda, había en ella sabiduría, no era uno de los biólogos más famosos de nuestro país por casualidad—. Pero no es así.
―Tal vez te hemos forzado demasiado ―intervino mi madre―. Sabes que te deseamos lo mejor; a nosotros los estudios superiores nos han abierto muchas puertas, pero eso tampoco tiene porque asegurar el éxito en la vida… o la felicidad.
―Encontrarás tu propio camino, Atlantic. Date un tiempo. Eres joven. ―Era indiscutible que el mío no sería parejo al suyo―. Quizá solo necesitas encontrar algo que te emocione lo suficiente como para que puedas sacarlo adelante con éxito.
Su preocupación para con mis estudios rozaba la obsesión, pero tenían sus motivos para vivirlo de aquella forma. Los humanos que no se consideraban valiosos, los que no aportaban por sus conocimientos o habilidades, acababan formando parte del eslabón más débil de nuestra sociedad. Mis padres habían conseguido ahorrar una pequeña fortuna y tenían una bonita casa de propiedad que, algún día, heredaría. Sin embargo, los costes de la vida eran altos. Sin un buen sueldo con el que sobrellevarlos, no era una locura pensar que acabaría, como muchos otros, vendiendo mi sangre a algún banco de chupasangres para poder subsistir. Algo ciertamente humillante.
—Ojalá tengas razón —le contesté en un suspiro pesado cuando tomábamos ya la desviación hacia la pequeña urbanización en la que vivíamos.
Me encerré en mi habitación tras beber de un trago un enorme vaso de leche, aunque quizás me hubiera ido mejor algo un poco más fuerte, aunque sería un mal momento para empezar con el alcohol.
Últimamente tenía mucha sed. Y con esa ansia venía luego la cefalea. En forma de bucle interminable.
Me habían estudiado el azúcar y varias cosas a las que ni siquiera sabía reproducir el nombre. Los valores siempre eran normales. Como todo lo demás. Los estudios funcionales, las pruebas de imagen, los estudios con electrodos y el resto de m****a que me habían ido haciendo a lo largo de los años.
Mis padres celebraban que no fuera un tumor cerebral.
No es que yo deseara que lo fuera, pero necesitaba ponerle un nombre a esa agonía en la que vivía de tanto en tanto. Porque haría que lo que sufría fuera considerado real. Y no un efecto del estrés o una forma de llamar la atención, como muchos ―a los que a veces desearía estrangular― decían.
Puse la música lo suficientemente alta como para no poder escuchar los susurros de mis padres. Cerré los ojos y dejé que mi mente se quedara en blanco. Era el único lugar donde me sentía realmente bien. Allí dentro, escondida, en ese lugar en el que todo quedaba en un segundo plano.
Ese estado de seminconsciencia acababa agotándome y solía acabar durmiéndome por el cansancio. Lo que estaba bien. Porque así me pasaban las horas más rápido.
Me levanté a media tarde.
Estaba sudada y cansada, pero eso no me era nuevo. Hacía años que no descansaba mientras dormía y, cuando me despertaba, sentía un hormigueo en la piel que me abrasaba por dentro, aunque desaparecía con una ducha de agua fría. Sabía que si me ponía el termómetro saldría la alarma de «fiebre moderada» y que esta descendería de forma perezosa con un antitérmico. A raíz de esas subidas de temperatura me habían estudiado un montón de posibles enfermedades autoinmunes y reumatológicas, pero también trastornos oncológicos como la leucemia. ¿Adivináis el qué? Todo normal.
Pero yo seguía con mis calenturas, mi falta de descanso útil y las cefaleas tipo ostión mayúsculo. Y a cada año que pasaba, los síntomas empeoraban.
Soy una ganga, vamos.