La bofetada resonó en el tenso silencio del restaurante como un eco que parecía prolongarse en el aire enrarecido. Robert se llevó una mano a la mejilla, sus ojos, antes llenos de súplica y vergüenza, se encendieron con una furia cruda, casi animal. La humillación pública, las palabras de Jade, lo habían quebrado por completo.
—¡Perra! ¡Maldita perra! —rugió, levantándose de golpe, volcando su silla al hacerlo.
Sus puños se apretaron a los costados, el cuerpo tenso, listo para atacar. La marca roja en su mejilla palpitaba como una herida abierta, el testimonio mudo de la afrenta.
Mr. Corbin observaba la escena con una calma perturbadora, una sonrisa lenta y sádica extendiéndose por sus labios. El caos, la exposición de la vulgaridad, todo aquello le divertía. Para él, esa era la confirmación de su poder, y el inicio de una nueva y deliciosa dinámica. Lo había destruido como quería.
—Tranquilízate, Robert —dijo Mr. Corbin, su voz baja y ronca, pero con una autoridad innegable que contr