Aparecieron al mediodía, emergiendo de la selva no como un ejército, sino como fantasmas a la deriva. Eran catorce hombres, los restos de tribus aplastadas por el Pueblo de la Serpiente. Estaban demacrados, sus ropas eran harapos y sus cuerpos llevaban las cicatrices de la cautividad, pero en sus ojos había una nueva luz: una mezcla de desesperación y una esperanza tan intensa que era casi dolorosa.
Se detuvieron a una distancia respetuosa de la empalizada, sin atreverse a acercarse más. No portaban armas, un gesto de sumisión y confianza.
Dentro de la aldea, la noticia de su llegada provocó una ola de pánico. Los ancianos, liderados por Xico, exigieron que fueran expulsados. "Son forasteros. Espías. Bocas que no podemos alimentar", argumentó, su voz temblorosa.
Pero Itzli se mantuvo firme al lado de Nayra. "Lucharon en el campamento enemigo. Vienen buscando refugio, no a iniciar una guerra".
Nayra escuchó a ambos lados, pero su decisión ya estaba tomada. "Abran la puerta", ordenó.
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