El regreso fue una marcha fúnebre a través de un mundo de sombras grises. El sol comenzaba a despuntar, pero sus rayos no lograban penetrar la densa bóveda de la selva. Los veinte guerreros se movían como espectros, sus cuerpos cubiertos de barro y el sudor del combate, sus ojos vacíos por el agotamiento y la adrenalina residual. No habían sufrido bajas, pero cada uno llevaba el peso de la violencia que habían desatado.
Nayra sentía como si sus huesos estuvieran hechos de plomo. Cada paso era un esfuerzo de voluntad. La mente de la estratega que había planeado el ataque se había retirado, dejando atrás a una niña de once años en un cuerpo que gritaba de dolor, y a una joven de veintiuno cuya alma estaba magullada.
Cuando emergieron del bosque, la aldea entera estaba esperándolos en un silencio sepulcral junto a la empalizada. No hubo gritos de bienvenida. El recibimiento fue algo mucho más profundo: un asombro reverencial. Ver a sus guerreros, a su diosa, regresar de las entrañas del