En cuanto cerraron la puerta, Guido se dejó caer en el sofá de cuero negro de la habitación, presionando sus manos contra su rostro como si, de esa forma, pudiera desterrar el recuerdo de los ojos de Cecil llenos de rabia y lágrimas. No se miran; Cecil comienza a quitarse la ropa, emitiendo leves quejidos. Guido corre y se arrodilla frente a ella.
—Perdóname, amor, nunca más flaquearé. Te doy mi palabra —prometió Guido sin levantar la mirada. —Eso espero, Guido, porque yo estoy en esto por nuestro hijo Gianni. Quiero estar lo suficientemente preparada para defenderlo, y quiero que tú seas así —dijo Cecil con firmeza, a pesar de las muecas de dolor que hacía—. Quiero que desarrollemos esa confianza ciega que se tienen tu hermano y su esposa. ¿Crees que puedas confiar en mí, como lo hace Gerónimo en Cristal? —¿