La policía se encargó de ir por ella. Quisieron llevarla a un hospital, pero Verónica se negó. Estaba bien, no tenía heridas, no le habían hecho nada, solo quería volver con sus padres.
Jerónimo se paró en la puerta, detrás del portón enrejado, a esperarla. No podía creerlo, no podía entenderlo. Estaba desorientado, eufórico. Cuando la vio bajar de la patrulla, las piernas se le aflojaron. Gritó para que abrieran las puertas y su hija corrió llorando a abrazarse de él.
El Líder se desarmó allí, delante de la policía, de otros miembros de su clan y de algunos periodistas que llegaron a último minuto. No le importaba nada: al fin tenía a su hija en sus brazos.