LIAM
Ella me mira.
Y sé.
Sé que no habrá explicación esta noche.
No hay confesión planteada en el silencio, ni perdón tendido a bocanadas.
Solo habrá nuestros cuerpos.
Porque es el único idioma que ella aún soporta.
El único que no miente. Que no tiembla. Que no huye.
Ella retrocede, lentamente, un paso apenas. Sus ojos fijos en los míos.
Un desafío.
Una súplica.
Una condena.
La sigo.
Sin pensar, sin reservas. Como un hombre acosado por su propio hambre.
Ella entra en la casa.
Cierro la puerta, el golpe resuena como una última advertencia.
El silencio que sigue es absoluto.
Pero ya no es un silencio de distancia.
Es un silencio que pulsa, que vibra, que grita en sordina todo lo que ya no podemos contener.
Ella se detiene, en medio de la sala, frente al sofá. Inmóvil. Erguida. Temblorosa.
Su vestido se adhiere a su piel, fino, arrugado, casi transparente en la luz tenue.
No se mueve.
Pero todo su cuerpo llama.
Me acerco.
Y ella se da la vuelta, de repente, las pupilas dilatadas, la res