Ella, para su desgracia, despertaba con los párpados hinchados, un hilo de saliva por la boca, un desastre. Pero eso no importaba ahora. Se acercó con rapidez a la puerta y abrió, poniendo su mejor sonrisa una que quedó congelada en su cara al encontrar frente a sí tremendo ejemplar de hombre, que la observó a su vez con curiosidad.
<<Oh, Dios>>, pensó. <<Trágame tierra. Yo peor que nunca y este hombre parece que acaba de salir de un catálogo de belleza masculina>>.
Se enderezó un poco más, aunque era poco factible que pudiera elevarse más de su metro setenta.
Era una mujer de mediana estatura, jamás se había considerado una mujer alta ni de impacto, pues en Los Angeles habían mujeres impresionantes y eso implicaba en cualquier espectáculo, pues quedaba por debajo del promedio y ni que hablar de los hombres. Y este no debía medir menos de un metro ochenta, largos. Con ojos oscuros, profundos e intensos que la evaluaban de pies a cabeza, lo que hizo que su rubor se acentuara. Vestía un traje impecable que se plegaba con calidad a los hombros anchos, al torso y bíceps musculosos sin que ajustaran en exceso.
Remarcaban lo que estaba, no lo ceñían. Cuando él hizo ademán de ingresar, reaccionó y parpadeó. Lo había estado observando como una obtusa.
—¿Puedo pasar?
Esa voz, ronca, sensual, era el complemento perfecto para ese pedazo de hombre en su vano.
—Claro, sí, sí, por supuesto. Me imagino que es usted uno de los cuñados de Sharon.
—Kaleb Monahan—Se presentó, sin despegar sus ojos de ella un instante.
Eso la puso más nerviosa y la llevó a trastabillar. Las manos del hombre se posaron de inmediato en sus antebrazos y la estabilizaron, con una sonrisa que mostró su boca ancha, sensual, de labios gruesos y bien dibujados.
Una sombra de barba cubría su mandíbula y llevaba el cabello negro muy bien cortado. Tenía una apariencia casi felina: su mirada, sus movimientos. Era el sueño erótico de cualquier mujer. Esa fue la primera conclusión a la que arribó su mente, y que procuró
desmontar de una m****a mental, porque estuvo segura de que ese pensamiento se coló en su cara. No estaba acostumbrada a estar tan cerca de hombres tan inquietantes.
—Tal vez es demasiado temprano, o te encuentro en un momento complicado.
La voz de barítono desplegó encanto y le hizo notar lo extraño de su reacción.
<<Por favor, Casie, reacciona, m****a. Eres la dueña de un local y tienes un cliente importante adelante, uno que viene a buscar su pedido. ¡Reacciona, idiota!>>
—Para nada, perdona. He tenido algunos inconvenientes y estuve justa con los tiempos, y luego me dormí.
¡Es que no se podía ser más tonta! A los clientes no les interesaba saber los problemas de los demás. Querían soluciones, eficiencia, creer que el proveedor era infalible. Lo había leído y trataba de aplicarlo.
—Quise decir que tengo tu pedido, está todo listo.
La sonrisa del tal Kaleb era amplia y tal vez, algo sarcástica. No dejaba de mirarla, de forma inquietante y hasta irritante. Y a ella los nervios no le iban bien, la hacían hablar, y ahora estaba en su momento de mayor esplendor lingüístico.
—Mira, ahí están—Le indicó las cajas—. Te ayudo a llevarlas a tu vehículo.
—No es necesario.
—Son varios paquetes.
—Creo que puedo con ellos sin problemas. Son postres, no plomo.
—Por supuesto, no quise decir que no pudieras cargarlos. Pero es que me da un poco de pena no poder entregarlos en el lugar.
—No pasa nada. Me queda de camino.
—Espero que los disfruten.
—Seguro. He probado antes tus producciones. Y sé son deliciosas.
El halago inesperado entibió el pecho de Casie y sonrió.
—Vaya, ahora sí que te ves absolutamente devastadora— le dijo él— Seria y enharinada eres encantadora, pero así… Brillas.
Ella lo observó, entre bloqueada por sus palabras y desconfiada.
Estaba acostumbrada a que los halagos trajeran detrás algún pedido que debía cumplimentarse. Aunque seguramente en el caso de este hombre fenomenal correspondían a pura galantería que le aseguraba el mayor aprecio de toda tribuna femenina.
Seguramente sus palabras eran un acto reflejo, el que todo encantador de serpientes debía tener como recurso para hechizar a su presa.
Aunque no era que este Ferrari de hombre la fuera a considerar a ella un objetivo.
La que tenía adelante era la mujer más intrigante que Kaleb hubiera visto en mucho tiempo. Esos ojos como avellanas, con matices verdosos y amarillentos que parpadeaban sin cesar eran los más hermosos que hubiera contemplado.
<<Esta nena es digna representante de ese mito que es la belleza natural>>, pensó sin perder de vista un detalle de su anatomía y de su accionar, fascinado. No había artificios visibles en ella. Seguro medía casi medio metro menos que él; era una pequeña
belleza de actividad febril, con el cabello alborotado escapando de un moño flojo y rastros de harina en su rostro que, a pesar o gracias a eso, no podía menos que catalogarse como adorable.
No era ese un adjetivo que utilizara normalmente para definir a una mujer, pero fue el que instintivamente su mente dedicó a la encantadora pastelera que lo miraba con confusión no exenta de admiración. Esto lo consideró sin vanidad, atendiendo como hombre detallista a la evidencia de su nerviosismo y la manera en que sus ojos volvían sobre él una y otra vez.
Desplegó su sonrisa, divertido. No era inusual que las mujeres se sintieran atraídas por él. Una posición de poder que era heredada y reposaba sobre una fortuna familiar importante, ropa de exquisita confección, rasgos físicos interesantes, también heredados y potenciados con ejercicios constantes, y una seguridad excepcional en la postura que emanaba de una autoestima alta eran el combo
que convertía a Kaleb Monahan en un magneto para muchas mujeres.
Condiciones que él aprovechaba sin pudor al momento de los ligues y el sexo, todos ocasionales y no destinados a durar. Él sabía bien lo efímero que eran los vínculos basados o nacidos de un atractivo meramente externo. Había dos condiciones no visibles de inmediato que también lo distinguían: una inteligencia clara y las cicatrices emocionales de una crianza sin amor por parte de progenitores que eran cáscaras vacías y vivían para el exterior.