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CAPITULO 26 Eres un hombre afortunado, Kaleb Monahan

Sería muy fácil aprovecharse de su sensibilidad, pero no es lo que él quería. Quería disfrutarla, penetrarla, saciarse de ella y devolverle, aumentado, el goce. Kaleb, en contra de lo que quienes veían sus conquistas podían pensar, no encontraba satisfacción solo en correrse y vaciarse en una mujer, con lo que esto tenía de agradable. Él hacía lo posible y más para lograr que su pareja disfrutara tanto o más que él.

Llevarla a su apartamento para tener sexo parecía el paso natural, pero lo descartó. Lo que ocurriera el resto de la noche no sería porque él lo forzara con su impetuosidad o dominancia, con la influencia que tenía sobre ella. Por ello, la dejó ser, fluir en la conversación y ponerse cómoda, hablándole de mil cosas: viajes, experiencias culinarias que la hicieron reír y asombrar, le contó algunos aspectos de sus hermanos.

No dejó de sonreírle, mirarla, tocar suavemente su piel al servir el vino, al acercar una servilleta para limpiar una comisura. El momento de mayor éxtasis fue sin dudas el baile. A él le gustaba la música, y la oportunidad de tener su cuerpo pegado, sintiendo su suavidad y su calor fue removedor.

La abrazó contra sí con suavidad, sin presión y ella se fundió en él, luego del primer contacto reluctante. Giraron con suavidad al ritmo de la melodía lenta, él con sus brazos en torno a su cintura, ella con los suyos abrazando su cuello, permitiendo que él posara su cabeza en su hombro y le susurrara al oído.

—Tu cuerpo se plega al mío como si pertenecieran juntos, Casie. Cada curva deliciosa y suave tuya encuentra su contraparte en mí.

Ella asintió, su mejilla posada en el amplio pecho. Él mordisqueó su lóbulo con suavidad y ella se estremeció en sus brazos, con un gemido leve, apenas audible, pero que él sintió directo en su entrepierna.

<<Tranquilo. Sin enloquecerte. Sedúcela, hazla sentir lo que te provoca. Se trata de ella, por ahora, no de ti>>, se instruyó. Nada fácil. La quería sonrojada con sus frases subidas de tono, acostumbrándose a él, imbuida de lo que era su personalidad y su aproximación sin tabúes al sexo.

Anhelaba abrazarla y recorrer esa piel maravillosa con sus dedos, desnuda por completo para él. Mordisquear y lamer cada curva, cada colina, saborear sus labios, su intimidad, abrir sus sentidos a la experiencia brutal que era el sexo vivido sin medias tintas.

No obstante, había un camino a recorrer para poder lograrlo. Iba caminando con acierto, lo veía en sus ojos, en la forma en que lo miraba, en esa confianza con que se entregaba, que le decía que el premio estaba cerca.

La hizo girar en la pista, con morosidad y abandono, disfrutando de la música y del mutuo abrazo, de estar juntos. Para que ella pudiera apreciar el sexo como entrega y elevación, tenía que mostrárselo, enseñarle. No era lo que elegía de habitual en la intimidad,

pues prefería a las mujeres que sabían muy bien lo que querían y cómo obtenerlo. Pero con Casandra… <<Casandra…>>, deletreó el nombre en su mente y su sonoridad le fascinó.

Ella era un premio para ser cuidadosamente apreciado, un regalo a ser desembalado, frágil, pero poderoso en lo que provocaba. Ella despertaba su piel, su sexo, mas también apelaba a sus emociones y entre ellas, las de no exponerla ni abusar de su confianza y su inexperiencia.

Ella anhelaba entregarse, aunque no fuera consciente ni lo expresara. Se advertía en la forma en que lo veía, en cómo lo abrazaba y se pegaba a él al danzar, en la manera en que escuchaba sus piropos. Anhelaba sentirse adorada, acariciada, besada.

Era una mujer naturalmente sensual a la que nadie había tratado como merecía; probablemente porque era una joya no pulida de acuerdo a los cánones de la belleza en boga, donde la estética dictaba reglas severas y las mujeres en general atendían con esclava perseverancia.

Lo extraordinario del caso es que él, un hombre de habitual vano y poco dado a descubrimientos de este tipo, la había encontrado y había sabido de inmediato su valor. No podía dejar de agradecer al destino y darse palmaditas en la espalda. Ella estaba ahí para él, y no podía darse el lujo de perder su interés, su atención.

<<Eres un hombre afortunado, Kaleb Monahan>>.

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