Trabajar todo el día y desde muy temprano con un intenso dolor de cabeza que se sentía como agujetas pulsando en sus sienes, fue el castigo por haber sobrepasado sus límites con la bebida. Siempre había sido de mal beber, por lo que lo evitaba, hasta la noche anterior.
La tranquilidad de su espacio más las ideas que se habían agolpado en su cerebro habían hecho necesaria la relajación y, sin pretenderlo, había terminado consumiendo una botella del exquisito vino que le había sido regalado como parte de una muestra de productos. Amanecer con sus piernas tembleques, la garganta seca y áspera como papel de lija y un dolor en su estómago de órdago le hicieron saber que no había sido tan buena idea.
Recordaba a medias sus idas y venidas mentales de la noche, aunque se propuso no pensar hasta haber bebido por lo menos tres cafés esa mañana. Esa ración era la que seguramente necesitaría para poder funcionar. Contuvo su impiadosa conciencia, que la fustigaba enviando regaños por su irresponsa