Ella había dedicado tiempo y ensayo a comunicarse, lo que le demostró persistencia e inteligencia. Era tímida, eso sobresalía, pero tenía el deseo profundo de lograr sus metas y esto le serviría muy bien a él, pues le daría el tiempo necesario para conocerla mejor y explorar lo que creía podía ser un vínculo de lo mejor.
<<Mi sumisa. Descubierta, entrenada y gozada solo por mi>>, pensó. y la posibilidad le volvió la masculinidad dura y lo excitó como hacía días no se sentía. Ridículo, pero real.
El cuerpo de los mensajes no era menos pintoresco y le siguió demostrando lo incómoda que ella se sentía al no saber si tutearlo o no. En uno de los mensajes incluso dejaba entrever la lucha interna que se había sostenido hasta decidir contactarlo, aunque mencionaba la firme intención de hacer crecer su negocio.
Firmaba Casandra, y eso lo desconcertó, aunque supuso que sería su segundo nombre. Mas lo que hizo detonar sus neuronas y lo convenció de la certeza e inevitabilidad de que sus caminos colisionaran fue que ella le planteaba claramente que no estaba dispuesta a aceptar que no le cobrara nada y le solicitaba reunirse para charlar formas de devolver el servicio.
<<Ay, linda gatita, conozco una forma maravillosa en la que podrías pagarme con creces y en cómodas sesiones la campaña de marketing que diseñaré para ti>>, sonrió, meneando la cabeza al percatarse de que ella le provocaba hablar solo.
La quería sobre sus rodillas, recibiendo los azotes de su mano en sus glúteos desnudos, por empezar, aunque eso no era algo que le fuera a decir en el comienzo de su relación. Lo suyo no sería chantaje o presión, no era un total bastardo y estaba dispuesto a ayudarla de todas formas. Le gustaban las personas con objetivos, que tenían sueños y expectativas a las que podía potenciar.
Pero la atracción innegable que ella había ejercido sobre él y el hecho de que estaba convencido de que era una sumisa daban alas a su potente imaginación y acuciaban a su lado dominante. Quería conocerla, ayudarla, seducirla, entrenarla y sexo obviamente. No saltearía ni uno solo de estos pasos, su sumisión requería que confiara en él para aceptar conscientemente su rol junto a él.
A diferencia de muchos hombres o mujeres de poder que eran evidentes alfas en los negocios, pero a los que les gustaba resignar poder en la intimidad, Kaleb vivía para dominar. Le gustaba estar en control también en su vida personal e íntima y por eso disfrutaba de las sesiones y de las infinitas posibilidades del BDSM.
Faceta esta que quedaba restringida a los viernes y sábados, pues no practicaba el estilo los siete días y las veinticuatro horas, como algunos dominantes que conocía. Las normas claras y establecidas a fuego, la posibilidad de canalizar sus instintos de dominar sexualmente a otro, implicaban un grado de decadencia y erotismo que disfrutaba sin complejos.
En esa relación que se entablaba, había mucho más que mero sometimiento por parte de un sumiso. El vínculo exigía un grado de confianza y respeto tan extremo por los límites y deseos del otro que lo convertía en más seguro que otras formas cualesquiera de prácticas sexuales. La necesidad del consentimiento, la existencia de palabras de freno o estímulo, el constante monitoreo físico y emocional sobre quien entregaba su sumisión para que su dominante lo controlara, eran claves.
A Kaleb le había costado entender, al comienzo, que en última instancia era el sumiso el que marcaba el tiempo, las características y entidad de la sesión, y podía cortar cuando quisiera. Esto era difícil de interpretar desde el afuera y sabía que muchos, incluido sus hermanos o, eventualmente la bonita pastelera, percibían perversión y exceso antes que orden y reglas. Era la curiosidad la que llevaba a algunos a probar el estilo, pero nada de esto era duradero si no existía aceptación de lo que uno era y se entregaba a eso.
Kaleb ya había decidido que lo primero era conocer más a Kelly; su esencia, lo que la conmovía, lo que la excitaba, motivaba y cuáles eran sus límites. Tenía que ver cuáles eran sus deseos, qué la hacía temblar, qué la frenaba. Con la solicitud de ayudar y de reunirse, ella allanaba el camino.
Recompuso su postura y con una sonrisa satisfecha contestó sin vacilar y de manera profesional al último y más formal de los mensajes, proponiendo un encuentro. Sugirió un elegante lugar del Downtown para su primera cita de trabajo y le propuso el sábado al mediodía como fecha eventual, pues supuso que ella estaría más distendida y no apurada por el trabajo y él tendría tiempo para consultar a las personas en las que más confiaba en el club, Master Marcos y Master Esteban, dominantes de larga experiencia que, además, tenían parejas y vivían inmersos en el estilo.
No quería cometer errores y, tanto como se sentía atraído por Kelly, retrocedería sin más si percibía el más leve gesto de incomodidad o desagrado o si preveía que le haría daño con sus deseos. No estaba en su esencia lastimarla para conseguir lo que quería. Lo más sencillo sería desistir de esto, sin dudas, pero él estaba dispuesto. Ella suponía una distracción deliciosa en su vida, que podía calificarse como rutinaria últimamente, aunque no de acuerdo a los parámetros tradicionales. Ella lo entusiasmaba y lo alentaba a disfrutar de algo diferente.
La mera posibilidad de que la bonita mujer estuviera abierta para él en su cama, con ataduras en sus manos y tobillos, amordazada mientras él acariciaba sinuosamente su piel y sus zonas íntimas con una pluma, elevaba su virilidad y la tensaba de forma tal que solo su gran control le impedía correrse como un adolescente. Si ésta no era muestra de la avidez por ella, no sabía que otra cosa podía serlo.