El amanecer no trajo alivio. Solo un cielo grisáceo que parecía reflejar el estado de mi alma: desdibujado, tembloroso, desgarrado por dentro. Desde la batalla contra la facción rebelde, el silencio se había apoderado de mí. No porque no hubiera voces —las de la luna seguían ahí, susurrando, tentándome— sino porque yo misma me había quedado sin palabras. Sin fuerza.
Cada paso me pesaba como si llevara un mundo a cuestas. Y tal vez era cierto. Porque después de todo, eso era lo que me habían dicho: que yo era la llave para evitar la destrucción total… o para desencadenarla.
—No puedes seguir así —me dijo Lira, con el ceño fruncido y las manos cruzadas sobre el pecho—. Estás consumiéndote, Ayla