Desde que el juicio había terminado, el peso del silencio había recaído sobre mí con más fuerza. Mis pasos eran ecos vacíos, resonando en mi cabeza como un recordatorio constante de lo que había sucedido. La Alianza aún desconfiaba de mí, y cada mirada, cada susurro, me hacía sentir como una extraña en mi propio campamento. Pero lo peor no era la desconfianza de los demás, sino la sensación de que algo dentro de mí estaba cambiando, un cambio que ya no podía controlar.
La luna seguía observándome, como si me estuviera estudiando, y en sus rayos encontraba algo más que consuelo: algo que me llamaba, me arrastraba. Mi conexión con ella era más fuerte cada noche, como si su energía se estuviera infiltrando en mi cuerpo, en mi mente. Las voces come