El reloj marca las nueve de la noche cuando Julian llega al departamento de Giorgia. La ciudad brilla al otro lado de los ventanales, pero la penumbra que envuelve la sala parece opacar cualquier destello exterior. Ella lo espera de pie, con los brazos cruzados, los labios tensos y el gesto de alguien que lucha por mantener la calma.
Apenas la puerta se cierra tras él, Julian nota la diferencia en su mirada.
—Giorgia… ¿qué pasó? —pregunta, dejando las llaves que Giorgia le dio en la mesa de entrada.
Ella respira hondo, como si cada palabra fuese un peso difícil de soltar.
—Tu padre estuvo aquí.
Julian se queda inmóvil, como si esa frase le atravesara el pecho.
—¿Mi padre? —dice con incredulidad—. ¿Qué demonios hacía aquí?
—Vino a decirme en persona que no permitirá que sigamos juntos. Que hará todo lo que esté en sus manos para separarnos.
El silencio se instala entre ellos unos segundos, interrumpido solo por el zumbido lejano del tráfico. Julian aprieta los puños, co