El golpe emocional que recibe Julian es como un cuerpo extraño que le atraviesa el pecho. Todo ocurre en cámara lenta: la luz mortecina del dormitorio, la sábana a medias, el cuerpo inmóvil de Giorgia, la sonrisa de Chase como una mueca de victoria. El mundo se contrae hasta ese punto y no hay nada más.
Julian da un paso adelante con las manos apretadas; la respiración le sale en jadeos cortos. No piensa, no calcula. Solo siente un incendio que le sube por la garganta y estalla en su puño. Un solo movimiento seco, limpio: el golpe conecta con la mandíbula de Chase y lo manda hacia atrás. Chase choca contra la cabecera, se sacude el aturdimiento con brusquedad y su sonrisa se tuerce en un gesto irónico, más desafiante que sorprendido.
—¡Maldito! —escupe Julian, la voz rota por la furia—. ¡Cómo te atreves!
Chase se incorpora con lentitud, tocándose la mejilla con fingida molestia, mostrando más sorpresa que dolor. Sus ojos brillan con esa mezcla desagradable de gloria y cálculo. No dice