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Capítulo 3. Escena de Piscina.
Cuando salí, la piscina ya estaba a reventar. Había chicas recostadas en las tumbonas con bikinis diminutos, y chicos lanzándose de clavado desde las rocas. Las risas resonaban bajo el sol como si el pecado estuviera de fiesta. El aire olía a aceite de coco, cloro y la imprudencia de la juventud.

Pero cuando aparecí con mi traje de baño rojo de una pieza, todo cambió. Las miradas se clavaron en mí, los susurros comenzaron y la sed floreció, porque ese traje de baño era jodidamente bueno. Estaba pegado a mi piel, alto en las caderas, profundo entre los tetas y tan delgado que, cuando me mojara, se volvería jodidamente transparente. Y yo lo quería así: quería que me miraran, quería que él lo oliera.

Natasha me recibió al borde de la piscina, con sus tetas saltando en un bikini verde limón que apenas los sostenían, sus pezones estaban duros como diamantes bajo la tela delgada, y a ella no le importaba una mierda.

—¡Ay, Diosa! —Chilló, agarrándome la mano—. Te ves jodidamente sexy.

—¿Tú crees?

—Yo creo que si mi papá te ve con eso, te va a encerrar en el sótano y nunca te va a dejar salir.

Me reí, pero mis muslos se tensaron, porque eso no sonaba a castigo, sonaba a promesa.

Natasha se dio la vuelta y se dio una palmada en el trasero. —¡Vamos! Todos están aquí. Estamos tomando tragos en los flotadores.

La seguí escaleras abajo hasta el agua, el frío cortaba mi calor y mis pezones se endurecieron al instante. Se sentía sucio, como una provocación, como una cogida a punto de suceder.

Había al menos seis personas ya en la piscina:

Mónica, de pelo negro y tetas grandes, que masticaba su pajita como si fuera un pene. Su top rojo era prácticamente inútil, con sus pezones oscuros apretando contra los triángulos empapados.

Violeta, curvilínea, robusta y siempre haciendo pucheros. Su bikini dorado dejaba sus tetas flotando en la superficie del agua como suaves juguetes sexuales rogando por unas manos.

Sofía, pequeña, bronceada y ruidosa. Su top de tirantes se le estaba resbalando y ni siquiera se molestó en arreglárselo.

Tres chicos estaban cerca de la parte profunda: grandes, altos, de sangre Alfa y prácticamente desnudos. Sus shorts se aferraban a penes gruesos y venosos que hinchaban la tela, no podía dejar de mirarlos.

Mateo, tatuado, con una cicatriz en la frente y un pene tan gordo que parecía doloroso.

Romano, callado, taciturno, pero con un pene que se curvaba como un arma, lo suficientemente pesado como para balancearse en sus shorts cada vez que se movía.

Y Nicolás, jodidamente engreído. Su bulto era masivo, grueso en la base, gordo en la punta, del tipo que te hacía doler la mandíbula solo de pensarlo.

Nadé lentamente, sintiendo el agua deslizarse sobre mi cuerpo como la lengua de un extraño. Cuando salí a la superficie, Natasha me entregó un coctel.

—Por los veranos jodidamente sucios. —Dijo con una sonrisa.

Brindamos y bebimos. La quemazón no era nada comparada con lo que sentía por dentro.

—Te extrañé tanto —susurró ella, mojada, borracha y brillante bajo el sol—. Este verano nos va a arruinar.

Me besó la mejilla. Sus tetas rozaron mi pecho, sus dedos se demoraron. Entonces, alguien la empujó bajo el agua y se desató el caos: salpicaduras, gritos y risas.

¿Y en medio de todo? Mateo.

Salió de la piscina como el pecado que surge de las profundidades; el agua corría por su pecho, sus shorts se aferraban a sus muslos y su pene abultaba como si intentara liberarse, causando que mi boca se secara.

Luego, Romano agarró a Violeta por la cintura bajo el agua y la subió a su regazo. Ella jadeó fuerte, le golpeó el pecho y gimió cuando él le mordió el hombro. A nadie le importó, nadie apartó la mirada.

Violeta restregó sus caderas contra él, gimiendo más fuerte, los sonidos húmedos resonaban mientras el agua chapoteaba. Él le bajó el bikini a un lado bajo la superficie. Pude ver el movimiento: su mano moviéndose, el espasmo de ella. Estaba montando sus dedos, ahí mismo en la piscina.

Me volví hacia Nicolás, quién me guiñó un ojo, luego nadó detrás de Sofía y la abrazó por el pecho. Una mano le palpó un seno, la otra se deslizó bajo el agua. Ella se arqueó hacia atrás contra él con un gemido sucio.

Natasha se estaba riendo, sus pezones asomaban y sus piernas rozaban las mías.

Yo estaba empapada, pero no por la piscina.

Me moví hacia el borde subí y me senté en el azulejo caliente con las piernas colgando en el agua. Fue entonces cuando lo sentí: a él, su mirada. Mi columna se enderezó y mis pezones se endurecieron. No necesitaba mirar, pero lo hice.

Arriba, en el balcón del segundo piso, estaba Damián apoyado en la barandilla. Sin camisa otra vez. Engreído, peligroso, inmóvil, solo observando. Sus ojos se fijaron en mí como la mira de un francotirador, como si pudiera ver mi coño apretándose a través del agua, como si pudiera oler lo que se me escapaba.

Debí haberme cubierto, pero no lo hice, sino que arqueé un poco la espalda, separé un poco las rodillas y lo dejé mirar. Lo quería duro, lo quería furioso, lo quería aquí abajo con su mano en mi garganta y mi cuerpo doblado sobre la silla más cercana.

La piscina estalló en gemidos. A Sofía la estaban follando duro ahora; la mano de Nicolás trabajaba bajo el agua mientras su cabeza se echaba hacia atrás, tenía la boca abierta y las tetas rebotando. Violeta estaba restregándose de lleno contra el pene de Romano, podía verlo a través del agua: el movimiento, la tensión, la forma en que sus tetas golpeaban contra su pecho, sus gemidos eran reales.

Natasha se rio de nuevo, luego nadó hacia mí, sus tetas rebotaron en el agua y su lengua se asomó para saborear sal, sexo, o ambos.

—¿Estás bien? —Preguntó, agarrando el borde a mi lado.

Asentí, apenas respirando.

Su mano encontró mi muslo bajo el agua.

—Estás temblando. —Susurró.

La miré, luego vi hacia arriba. Damián seguía allí, observando. Natasha no siguió mi mirada, ella no lo sabía, solo se acercó.

Su voz era un ronroneo. —Quieres que te follen tan fuerte, ¿verdad?

No pude hablar. Ella arrastró sus dedos más arriba, más allá de mi muslo, bajo mi traje, directo a mi coño, causando que me sobresaltara, pero ella no se detuvo.

—¡Lo sabía! —Rio—. Estás empapada, y no es por la piscina.

—Natasha…

—Shh —susurró, sus dedos me seguían acariciando—. Solo por un segundo, solo déjate llevar.

Y lo hice... me corrí con un gemido, un sonido suave, quebrado, que se derritió bajo el sol.

Ella me besó la mejilla y volvió a reír. —Te lo dije, este verano nos arruinará.

¿Y cuando levanté la vista? Damián se había ido, pero lo supe... ¿la próxima vez? Él no estaría mirando, estaría haciendo. Y me haría correr tan fuerte que hasta olvidaría mi nombre.

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