Durante las siguientes horas, me dediqué a observar el reloj en la pequeña habitación en la que me encerraron. Me bebí el pequeño vaso de agua de papel que me dieron hace horas y conté cada diminuta grieta que encontré en las paredes enyesadas al menos diez veces. Justo cuando estaba a punto de volverme completamente loca al revivir en mi mente lo que pasó con Jessica una y otra vez, la puerta se abrió. El oficial que había visto antes en mi habitación entró y tomó asiento frente a mí en la mesa.
—Lamento haberla hecho esperar, señorita Blanco —dice, colocando una carpeta sobre la mesa. La abrió y empezó a leerla en silencio.
Los segundos pasaron y empecé a sentirme inquieta en mi asiento por el incómodo silencio. Justo cuando iba a abrir la boca para romper el silencio, la puerta se abrió de nuevo y un hombre alto, vestido con un traje de aspecto caro, entró sosteniendo un maletín. El hombre me miró de arriba abajo de forma evaluadora. Era extremadamente guapo y desprendía una aire dominante que hacía que fuese difícil mirarlo.
—¿Es ella? —preguntó casi con desprecio, señalándome con la barbilla.
—Sí, señor —asiente el oficial, indicándole al recién llegado que se siente a su lado.
Él toma asiento y lee los documentos que el oficial le entrega, por lo que tuve tiempo de estudiar su rostro mientras leía; podría decir que era de esos tipos que no envejecían. Su actitud seria y directa hacía que pareciera mucho mayor, pero su rostro era joven. Calculé que podría tener entre veinte y cuarenta años. Debió sentir que lo estaba mirando, ya que sus ojos se alzaron hacia los míos por encima del papel y sostuvo mi mirada.
Todo en mí gritaba que apartara la mirada, que rompiera el contacto visual, pero no lo hice. No iba a dejarme intimidar por un detective engreído. Tras unos segundos, sus ojos se intensificaron y entonces, podría jurar que vi el destello de una sonrisa burlona antes de que golpeara la mesa con la mano, haciéndome sobresaltar.
—¿Está intentando desafiarme, señorita Blanco? —preguntó con una voz más grave de la que había usado con el otro oficial.
—¿Desafiarlo? —resoplé y levanté una ceja, intentando usar una actitud dura para ocultar lo mucho que asustó.
—Le sugiero que aprenda a someterse, y rápido, porque en el lugar al que va, la gente no es tan tolerante como yo —dijo, cerrando la carpeta y metiéndola en su maletín antes de volverse hacia el oficial y asentir.
Mi corazón latía con fuerza en mi pecho y el pánico me invadió mientras veía a los dos hombres darse la mano.
—Me la llevaré de aquí —le dijo el detective engreído al oficial.
—No, —logro articular—. Por favor, no quise hacerle daño a Jessica. No puedo ir a prisión. ¡No puedo! ¿No tengo derecho a llamar a un abogado?... ¿A una llamada telefónica? —le suplique al oficial, pero éste salió de la habitación.
Volví mi atención al hombre del traje.
—Por favor, señor, fue un accidente —sollocé.
—Ya no es tan dura, ¿verdad? —me sonrió con sorna—. Vámonos, señorita Blanco, tengo una agenda muy apretada y no tengo tiempo para sus lágrimas —suspiró y se dirigió hacia la puerta.
Me quedé sentada, paralizada por el miedo y la sorpresa.
—Tiene dos segundos para seguirme, de lo contrario, la dejaré aquí y la policía la encerrará en prisión —espetó.
—Espera, ¿qué? —jadeé y me giré para mirarlo.
Señaló la puerta abierta en la que está de pie, por lo que sin pensarlo demasiado, me puse de pie y corrí a su lado.
—Eso es lo que pensaba —lo escuché murmurar por lo bajo.
Caminó por el pasillo con grandes zancadas que me costaban seguir.
—¿Adónde vamos? —le susurré mientras pasábamos junto a otros oficiales que no parecían prestarnos atención.
Me ignoró como el grosero imbécil que era y ni siquiera me miró hasta que llegamos al ascensor. Pulsó el botón y se giró para mirarme mientras esperamos que las puertas se abrieran.
—Dígame, señorita Blanco, ¿es propensa a los ataques de pánico? —preguntó.
—¿Qué? —Indagué, un poco desconcertada por toda esa situación.
—Su expediente dice que se desmayó a causa de un presunto ataque de pánico frente a la escena del crimen, y parece estar al borde de otro ataque de pánico ahora. Así que lo que le estoy preguntando, pequeña, es si voy a tener que llevarla de la mano durante nuestro viaje? —inquiere con sarcasmo.
La ira se encendió en mí ante sus palabras.
—Pues lo siento mucho, señor Perfecto, ¡he tenido un día de perros, así que discúlpeme si estoy un poco sensible! —le espeté, cruzándome de brazos para hacerle saber lo dura que era.
Me dedicó otra de sus sonrisas burlonas apenas perceptibles, luego hizo un asentimiento en lo que parecía ser una señal de aprobación. El ascensor sonó en ese momento, indicando que las puertas se abrirían, él avanzó sin decir una palabra. Seguí al engreído imbécil y me situé a su lado, observando cómo las puertas se cerraban, con la extraña sensación de que se estaban cerrándose sobre mi antigua vida.
—Córdoba —dijo, sacándome de mis extraños pensamientos.
Me giré para darle una mirada interrogante.
—Es señor Córdoba —dice en un susurro apenas audible, luego se acercó peligrosamente y me miró desde arriba, tan cerca que cuando respiraba, mi pecho rozaba el suyo.
Repentinamente, el aire se sintió cargado, por lo que levanté la vista hacia los ojos del señor Córdoba. El brazo que sostenía el maletín rodeó mi espalda y me atrajo contra su pecho, haciéndome jadear. ¡Mierda, ese hombre estaba bueno!
Levantó la otra mano y acarició suavemente mi mejilla con una sonrisa discreta, en el siguiente instante, me agarró la barbilla con fuerza.
—Duerme —ordenó, sus ojos destellaron de un color azul al hablar.
Mi último pensamiento antes de que mi cuerpo se apagara, fue darle una patada en las pelotas a ese imbécil en cuanto tuviese la oportunidad.