La limusina oficial de la Guardia de Vesta se detuvo frente a las escalinatas principales del Museo de Historia Sacra de Roma. El sol de media tarde teñía los muros antiguos de un dorado suave, casi reverencial. Aún antes de que el vehículo se detuviera del todo, ya se escuchaban los gritos.
—¡¡Catalina!! ¡¡Alessia, aquí!! ¡¡Miren hacia este lado!! Una oleada de flashes estalló con violencia en cuanto la puerta se abrió. Los fotógrafos se apretujaban detrás de las vallas metálicas como una marea humana contenida a duras penas por la guardia del templo. Las cámaras disparaban sin cesar, los obturadores creaban una música eléctrica, irregular, como una tormenta digital. Catalina sintió el golpe de luz incluso antes de bajar el primer pie. Alessia salió primero. Majestuosa. Su túnica blanca de lino parecía flotar sobre el mármol como una extensión de su presencia. El cabello recogido con precisión, el rostro impasible. Caminaba como si naciera del mármol y regresara a él. A su lado, Catalina descendió con pasos más cautelosos, pero igual de firmes. Aunque no lo buscaba, irradiaba una belleza que resultaba casi indescifrable: una mezcla de vulnerabilidad y fuego contenido. Su mirada no era altiva, pero tampoco cedía. Era una incógnita que obligaba a mirar dos veces. La multitud se desbordó.—¡Catalina, míranos! —¡Alessia, un segundo! —¡¿Es cierto que irán a Grecia?!—¡Catalina, Catalina, por aquí! Un murmullo constante, interrumpido por ráfagas de gritos, recorría a los periodistas como electricidad en una línea tensa. Los reporteros extendían micrófonos, los fotógrafos se subían a banquitos, el personal de seguridad se movía rápido. —¡Cúbranlas! —ordenó una de las oficiales, apretando el auricular de su oído—. Nadie cruza la línea. La Guardia de las Vestales formó un corredor humano. Diez hombres y mujeres uniformados con trajes grises, armados con bastones y transmisores, se interpusieron entre las vestales y la multitud. A cada paso, Alessia avanzaba con una autoridad natural; Catalina, por su parte, parecía nadar entre dos aguas: el deber y el vértigo de una atención que jamás había pedido. —No mires abajo —susurró Alessia entre dientes, sin mover los labios—. Mantén la cabeza erguida, como si todo esto fuera para otra. Catalina asintió apenas. El corazón le latía en la garganta. La luz de los flashes la cegaba por momentos, y aunque sus sandalias eran cómodas, sentía las piernas temblorosas, como si el suelo se volviera incierto. Cuando alcanzaron el último tramo de escalinatas, un grupo de niños —alumnos de una escuela de arte— alzó carteles pintados a mano: dibujos de las vestales, palabras como “guardianas”, “fuego”, “futuro”. Catalina los vio por un instante y sonrió. Un gesto mínimo, pero que encendió otra ráfaga de clics fotográficos. —¡Sonríen! ¡Catalina sonrió! —gritó alguien entre la multitud, y los flashes redoblaron su ritmo. Ya en la cima de las escaleras, frente a la entrada en arco del museo, las esperaba una comitiva oficial: el director de la muestra, dos senadores culturales, una representante del Ministerio de Patrimonio y un sacerdote auxiliar de Vesta. Todos aguardaban con manos cruzadas, mirando con una mezcla de admiración y cálculo. —Bienvenidas, hermanas de la llama —saludó el director con una inclinación—. Es un honor tenerlas aquí. Alessia asintió. Catalina hizo una reverencia más marcada. Los guardias cerraron filas detrás de ellas, y las puertas del museo se abrieron con solemnidad. En el interior, los sonidos de la ciudad quedaron amortiguados, como si hubieran cruzado una frontera invisible entre el caos y la quietud sagrada. El vestíbulo del museo había sido transformado para la ocasión. Guirnaldas de laurel, estandartes con los colores de Roma, luces cálidas que imitaban la llama eterna. La exposición —titulada “Fuego que no muere: El legado de las vestales”— ocupaba la galería central. El aire estaba impregnado de incienso y expectativa. Invitados especiales murmuraban entre sí, ajustando sus trajes y sus agendas. Catalina respiró hondo. Dentro del museo, lejos de las cámaras, todo parecía volver lentamente a su eje. Pero el murmullo de afuera seguía colándose como una vibración lejana. —¿Estás bien? —preguntó Alessia en voz baja, apenas audible. Catalina asintió, aunque aún no encontraba palabras. —Lo estás haciendo bien —añadió Alessia, en un raro gesto de cercanía. Las puertas se cerraron a sus espaldas. Y en el exterior, sin que ellas lo supieran, un pequeño grupo de jóvenes acababa de llegar a las escalinatas, mezclado entre el público: reclutas vestidos de civil, con el paso firme y el rostro atento. Entre ellos, Logan Sharp, que alzó la vista justo a tiempo para ver desaparecer los pliegues blancos de una túnica en el interior del museo. No la vio con claridad. Pero bastó un solo segundo para que su pecho se agitara. La muestra apenas comenzaba. *** El museo estaba lleno de turistas, estudiantes y familias que recorrían los pasillos en silencio, algunos con auriculares, otros en pequeños grupos guiados por expertos. Los techos altos y los ventanales permitían que la luz natural inundara las salas, y cada rincón estaba impregnado de historia. Los reclutas entraron en fila desordenada, vestidos de civil, pero con esa postura tensa que delataba semanas de entrenamiento riguroso. Logan, Marco, Pietro y otros cinco compañeros aprovechaban su día libre para conocer Roma desde otro ángulo. Cerca de la entrada de una de las galerías centrales, un hombre mayor, con gafas delgadas y chaleco de lana sobre una camisa sencilla, los recibió con cordialidad. Era uno de los guías del museo, quien acababa de terminar una explicación sobre los mosaicos tardo imperiales cuando Marco, sin pensarlo demasiado, alzó la voz con confianza. —Disculpe, señor. Somos reclutas de la Guardia de las Vestales. ¿Sabe si tienen alguna sección dedicada a eso? El guía lo miró con leve sorpresa, como si dudara que realmente fueran lo que decían, pero luego asintió con una sonrisa animada. —¿De verdad? Qué interesante. No es común encontrar visitantes con esa formación. Síganme, por favor. La muestra permanente sobre la Guardia no es muy grande, pero tiene piezas valiosas. Acabamos de renovar parte de la colección. Lo siguieron por un pasillo silencioso donde sus pisadas se amortiguaban en la alfombra, y sus voces se mezclaban con el eco suave que hacía la arquitectura. Llegaron a una sala más pequeña, iluminada con luces cálidas que realzaban los objetos dentro de vitrinas gruesas. En una había antiguos uniformes restaurados: túnicas oscuras con bordados dorados, cinturones de cuero rígido, capas de lana teñida de púrpura. En otra, armas ceremoniales: espadas cortas, lanzas decoradas con símbolos del templo y escudos con inscripciones en latín. —Estos objetos son de distintas épocas —explicó el guía—. Algunos datan de la República, otros del Imperio. La Guardia cambió con el tiempo, pero su función esencial nunca se perdió. Pietro se acercó a una vitrina con un casco adornado con plumas negras y una inscripción grabada en el borde. —Esto es increíble —murmuró admirado. —Hay algo más —dijo el guía, señalando hacia el fondo—. Tal vez les interese ver la representación de la ceremonia de iniciación. La sala se abría a un espacio circular donde una instalación artística ocupaba el centro. Era una escenografía inquietante, casi teatral, con figuras de tamaño real. Logan se detuvo al borde del círculo y sus compañeros lo imitaron en silencio. El guía se apartó, como si supiera que allí las palabras sobraban. La escena mostraba a un joven arrodillado, torso desnudo y espalda recta, aunque su rostro, contraído por el esfuerzo de resistir el dolor, transmitía toda la tensión del momento. Frente a él, una vestal extendía un brazo con el hierro al rojo vivo. Otra lo sujetaba firmemente del brazo, y la tercera posaba su mano en la frente del joven, como para apaciguar su espíritu antes del impacto. No había fuego real, pero una luz tenue rojiza iluminaba el hierro, dándole un aspecto casi vivo. —¿Vieron el tamaño de esa cosa? —dijo Marco señalando el hierro expuesto en una vitrina cercana—. Con eso no solo te marcan, te atraviesan el alma. Pietro frunció el ceño y leyó en voz baja el cartel: —“Reproducción del hierro de iniciación. Siglo II a.C.” Es más grande de lo que imaginaba. El grupo se acercó, manteniendo el silencio que había caído en la sala. Algunos hablaban en voz baja, otros simplemente observaban con respeto y desconcierto. El hierro no era un objeto cualquiera. Tenía peso, historia, una presencia que imponía incluso tras el vidrio. Logan guardaba silencio, su atención volvía una y otra vez a la escena central, a las tres vestales. Sus rostros eran genéricos, casi idénticos, pero en su mente no podía apartar uno distinto, el de Catalina. La había visto pocas veces, siempre desde lejos, pero su imagen se había grabado en su memoria con la fuerza de lo inevitable. La imaginó allí, con la túnica blanca, ojos serenos, sosteniendo el hierro sin dudar. Era una imagen absurda, pero imposible de descartar. —¿Estás bien? —preguntó Pietro notando su mirada distante. —Sí —respondió Logan sin mucho convencimiento. —Estás más pálido que el mármol —bromeó Marco. Logan soltó un suspiro corto. —Solo estaba pensando. —¿En el dolor? —rió uno de los reclutas—. Porque yo sí. —Pensaba en la ceremonia —corrigió Logan—. En su significado real. —No seas tan solemne —le dijo Marco dándole un ligero empujón en el brazo—. Si nos toca, será con anestesia. Nada de hierro al rojo ni vestales. Pero Logan no sonrió. Seguía mirando la representación, y algo dentro en ella, inexplicable, le decía que nada de eso era solo decoración. Que la historia de algún modo seguía viva. Que ellos eran testigos. Una vibración suave lo sacó de su ensimismamiento: un mensaje en el celular. Lo guardó rápido y cuando levantó la mirada el grupo comenzaba a moverse hacia la salida. El guía los despidió con una leve reverencia y una advertencia. —No olviden que esta tradición no es solo un símbolo. Sigue viva y exige más de lo que muchos imaginan. Los reclutas avanzaron por el pasillo central comentando en voz baja lo que acababan de ver. Algunos bromearon sobre las vestales, otros debatían si esa iniciación aún existía o era solo un cuento para asustarlos. La atmósfera del museo parecía disiparse al acercarse a la salida, como si el hechizo de la ceremonia se rompiera con cada paso. Logan caminaba en silencio, algo rezagado, aún sintiendo el peso de la escena como si el hierro invisible lo marcara. La imagen de Catalina permanecía fija tras sus párpados. No entendía por qué su mente la colocaba ahí, pero tampoco quería alejar la idea. Había algo perturbador y a la vez magnético en imaginarla con ese poder y dominio. Justo antes de cruzar el umbral hacia la gran escalinata, algo llamó su atención. Un leve movimiento en el suelo, un crujido de papel arrastrado por la corriente de aire. Se detuvo y bajó la mirada. Cerca de una columna, junto a la pata de un banco, había un papel doblado y sucio. Lo recogió sin pensarlo. La tinta parecía corrida por la humedad. Lo abrió con cuidado. Era una hoja común, de esas de cuaderno escolar. En el centro, un símbolo: un círculo negro atravesado por una línea blanca diagonal. Debajo, en mayúsculas gruesas y torcidas, una frase: Ø LA LLAMA SE APAGARÁ PRONTO.