La imagen cruda de Israel, pálido como un papel y presionando su hombro con dedos pintados de rojo, tambaleándose hacia su coche con una fila de gotas de sangre siguiendo su camino, permaneció en mi cabeza como una película que se repetía y se repetía.
—Hannah, dime una cosa.
Pestañeé reaccionando y bajé mi vidriosa mirada a mi esposo; estaba arrodillado a los pies de la cama y con tiento pasaba un algodón con desinfectante en una de mis rodillas lastimadas.
—¿Qué cosa? —mi voz tembló un poco, porque el sonido del disparo me tenía aún aturdida.
Todavía podía sentir la sangre de Israel salpicándome la cara, cálida y fresca.
—¿Por qué volviste a casa con él? —levantó la vista y sin querer me puse rígida. Persistía el miedo.
Tensé los dedos en las sábanas. Aunque no parecía siquiera mínimamente molesto, seguro lo estaba. Me había ido de casa de Miranda sin avisarle nada y, para colmo, había dejado entrar a Israel a nuestro hogar, para que se propasara conmigo.
—Perdóname —articulé con l