9. COBARDÍA
—¿Qué... has dicho?
En cuanto escucha mi negativa a ceder al divorcio, mi esposa palidece en mis brazos, aun con lágrimas de resistencia brillando en sus verdes ojos. Tiembla y respira con agitación; parece a punto de desvanecerse. La culpa que me consumía por haber provocado indirectamente la enfermedad de Alexandra y que me hizo besarla no es nada en comparación con la torturante emoción que me invade ahora.
—No puedo firmar el divorcio y darte la libertad que esperas, porque te irás y nunca más podré verte, ni a ti y tampoco a nuestros hijos. ¿No es eso lo que harás si cedo?
Trato de acariciar su rostro, de consolarla y hacerle ver lo arrepentido que estoy, pero ella aleja mi mano de un manotazo y retrocede apretando los labios, resentida conmigo.
—Me lo juraste. Juraste que, si me fallabas, me darías el divorcio sin quejarte...
—Lo prometí, porque no estaba en mis planes fallarte, amor —le confieso, por primera vez avergonzado de haber vivido una aventura extramarital—. Sin embarg