Cuando Maximilian regresó a casa esa noche, el silencio inicial de la sala lo envolvió, un velo familiar que no esperaba se rompiera. Pero, de repente, las luces se encendieron, y allí estaba Amelia, de pie, esperándolo. El hombre se paralizó, un atisbo de sorpresa en sus ojos. Ella se levantó del sofá con una lentitud casi ceremonial y se acercó a él, la voz llena de una sinceridad que le rasgó el alma.
—Maximilian —comenzó Amelia, sus ojos brillando con una humedad que no se había atrevido a soltar durante días—, estoy echándote de menos. No saber de ti en la mañana, o que no compartas la mesa con todos. Los niños también han estado preguntando por ti, Maximilian. Solo les pude decir que en realidad estás saturado de trabajo y por eso no puedes pasar tanto tiempo con ellos en la mañana como antes lo hacías.
Pronunció todo eso mientras lo abrazaba con una fuerza desesperada, como si quisiera que la distancia que él había creado se borrara con ese gesto. El hombre terminó correspon