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Maximilian miró la hora en su reloj de muñeca, una ceja arqueada por la extrañeza. Su asistente, Giselle, aún no regresaba. Tenía tanto por hacer, un torbellino de papeleo y decisiones, que no reparó demasiado en su tardanza, sumergiéndose de nuevo en la vorágine de sus pendientes. El café que había pedido, sin embargo, permanecía ausente.

Mientras tanto, Giselle se sintió extrañamente conmovida cuando Joseph rodeó el auto para abrirle la portezuela de su lado. Jamás había conocido a un hombre tan atento, tan caballeroso.

—Muchas gracias, Joseph —dijo ella, una calidez inusual extendiéndose por su pecho.

Ingresó a la cafetería con una agilidad sorprendente para su estado de nerviosismo. Pidió de nuevo el café que su jefe le había solicitado, y en poco tiempo, lo obtuvo, aún humeante. Con el vaso en mano, volvió a subir al auto de Joseph. Él puso el motor en marcha, y antes de que el silencio se hiciera denso, la miró de reojo. Ella parecía un poco ner
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