Maximilian recargó su espalda en el asiento de su oficina, observando cómo Joseph hacía acto de presencia. Joseph, con su habitual desparpajo, se acercó, la curiosidad brillando en sus ojos, y se ubicó frente a él, las manos apoyadas en el escritorio.
—¡Ay, amigo mío! —exclamó Joseph, con un tono que mezclaba reproche y afecto—. Estoy tratando de comunicarme contigo desde hace varios días y no me tomas el teléfono. Supongo que has estado atareado con todo lo del trabajo y tras lo que pasó con la madre de Amelia...
Maximilian asintió lentamente, una expresión de cansancio surcando su rostro. El peso del mundo parecía haberse posado sobre sus hombros.
—En realidad, Joseph, hay demasiadas cosas pasando en mi vida —confesó Maximilian, su voz apenas un murmullo—. Todavía estoy intentando ahogarlo todo, ¿sabes? Me concentro en el trabajo porque sé que es una manera en la que puedo mitigar estos sentimientos tan conflictivos que me siento. Es mi refugio, mi forma de no explotar.
Joseph frunc