Amelia se desperezó, el sol ya se filtraba por las rendijas de las cortinas, pintando la habitación de un dorado suave. A diferencia de otras mañanas, el peso del desánimo no la oprimía. Una energía inusual la impulsaba a levantarse, a dejar atrás la cama y las sombras de la melancolía que a menudo la acompañaban. Se irguió, estirando los brazos por encima de la cabeza y una sonrisa tenue se dibujó en sus labios. Sabía que esta vez sería diferente.
Al salir de la habitación, el aroma a café recién hecho y algo dulce la guió directamente a la cocina. Allí estaba Laura, moviéndose con destreza entre sartenes y utensilios, tarareando una melodía alegre. La visión de Amelia, tan poco habitual a esas horas y con un semblante tan distinto, hizo que Laura detuviera su labor por un instante, su rostro iluminándose con una genuina alegría.
–¡Amelia, qué sorpresa verte por aquí tan temprano!– exclamó, el entusiasmo vibrando en su voz. –Y tan... ¡genérica! ¡Me encanta!–
Amelia sonrió, acercándos