El estacionamiento aún tenía el bullicio de familias saliendo del cine, los ecos de risas infantiles y el aroma persistente de palomitas de maíz en el aire.
Keiden, con una sonrisa tranquila, propuso llevar primero a Natalia y Nathan a casa. Sin embargo, el pequeño Nathan se aferró al brazo de su madre, rogando con entusiasmo:
—Por favor, mamá, ¿puedo quedarme en casa de los abuelos? ¡Por favor!
Natalia abrió la boca para protestar, pero antes de que pudiera decir algo, Roberto y Graciela, sus padres, se unieron al clamor.
—Déjalo con nosotros, hija —intervino Graciela, sonriendo con dulzura—. Será solo esta noche y parte del domingo.
—Podemos cuidarlo, no te preocupes —añadió Roberto, guiñando un ojo a su nieto, quien ya daba pequeños saltos de emoción.
Natalia suspiró, mirando los rostros expectantes a su alrededor. Dudaba, pero finalmente cedió, asintiendo con una sonrisa resignada.
—Está bien, Nathan, pero pórtate bien y escucha a tus abuelos.
La algarabía que sigui