Victoria se despertó temprano esa mañana, con la sensación de que la casa estaba impregnada de frialdad y soledad.
Había pasado alrededor de una semana o tal vez más. Oliver no regresó de nuevo después de dejarla ahí.
Su vida parecía un desierto, sin rumbo. Ya ni siquiera pensaba en la posibilidad de salir huyendo de ahí.
La mansión, con sus numerosas habitaciones, le resultaba laberíntica y opresiva. Desde que Oliver la llevó allí, se sentía más prisionera que nunca.
Se levantó de la cama y se asomó por la ventana, observando el paisaje que se extendía más allá de los jardines de la mansión.
La vista era hermosa, pero no lograba consolarla. Su mente estaba llena de preguntas y temores sobre su futuro y el papel que Oliver esperaba que desempeñara.
Con determinación, Victoria se aseó y decidió bajar hasta el salón donde ya la esperaba Luna.
—Buenos días, señora, acabo de prepararle el desayuno.
—Gracias, Luna, pero no tengo apetito. Quisiera saber si Oliver podría venir hoy, desearía