Matías salió de la casa con el corazón palpitante y las manos aferradas al volante con una fuerza desmedida.
El motor rugía en la calle, mientras conducía hasta el punto de encuentro.
El aire frío se colaba por la ventanilla entreabierta, pero no lograba enfriar la rabia que hervía dentro de él.
Al llegar, la vio.
Laura estaba de pie, con los hombros caídos y los ojos vidriosos, al borde de las lágrimas.
Cuando lo vio, su rostro se iluminó con un destello de esperanza.
—¡Matías! —exclamó con voz temblorosa, estirando la mano para tocarlo.
Pero él la detuvo en seco. Su mirada, antes llena de amor por ella, ahora era dura, gélida.
—Quiero la verdad —su voz sonó como un filo cortante—. Dame una prueba de que no estás mintiendo... como de costumbre.
Laura parpadeó, sorprendida.
Pensó que, como siempre, sería fácil de manipular, pero algo en él había cambiado. Ya no era el hombre que caía rendido a sus pies con una simple caricia o una lágrima. No, ahora parecía impenetrable.
Todo tenía un