Giancarlo y Mateo salieron de la oficina con la sangre hirviendo en las venas. Mateo apretaba los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaban en la piel. Su mandíbula temblaba de pura rabia.
—¡Los odio! —bramó, con la voz rota por la impotencia—. Si pudiera matarlos con mis propias manos, lo haría sin dudarlo, padre.
Giancarlo le puso una mano en el hombro, firme, intentando contenerlo.
—Tranquilo, hijo. La venganza es un plato que se sirve frío. Confía en mí, ese dinero nunca lo disfrutarán.
El señor Ramos los alcanzó con una sonrisa petulante en el rostro. No se molestó en disimular su avaricia.
—Mañana, el dinero —exigió con voz soberbia—. Lo quiero en efectivo. Lo entregarán aquí mismo en el hospital.
Giancarlo clavó sus ojos oscuros en él con un desprecio que habría hecho temblar a cualquiera. Sin embargo, el otro hombre solo se relamió los labios con ansia.
—Lo tendrás —dijo con un tono gélido—, pero a cambio, firmarás un documento en el que cedes el cuidado de Beth y de m