Cuando Eugenia llegó al lugar, su mirada fulminó a Roma al verla ahí, fue Kristal quien no tardó en confesarle lo sucedido.
—¡Esa mujer! Siempre supe que era una desvergonzada, ¡siempre lo supe! —exclamó Eugenia, su voz llena de desprecio y rabia—. ¿Lo ves, hijo? Por eso te sedujo en una noche de debilidad. Y después, como si fuera poca la humillación, te hizo cuidar de un bastardo. ¡Roma Valenti es asquerosa! ¡Debe pagar por lo que nos ha hecho!
Alonzo intentó calmarla, poniendo una mano en su hombro, sabiendo que cualquier palabra fuera de lugar podría encender más su furia.
—Ella pagará, mamá —dijo él, intentando sonar tranquilo, aunque por dentro también hervía de rabia—. Debes esperar el momento justo.
Los tres entraron al salón, pero antes de que pudieran avanzar, Eugenia detuvo a Kristal con un gesto brusco.
—Debemos hacerla desaparecer, ayúdame, hija —dijo con voz grave, cargada de una determinación implacable.
Kristal, al escuchar las palabras de su suegra, asintió, su rostro