Matías y Giancarlo Savelli iban en el auto, el silencio que llenaba el vehículo era pesado, opresivo, casi palpable.
Giancarlo no decía una sola palabra, pero su rostro estaba teñido de una rabia feroz. Su mandíbula tensa, sus manos apretadas en los puños, casi podían escucharse los golpes de su corazón acelerado, como si pudiera estallar en cualquier momento.
El chofer conducía sin prisa, pero Matías no podía dejar de mirar por la ventana, como si el paisaje pudiera calmar la tormenta que se desataba dentro de él.
El aire se volvía más denso con cada kilómetro que se acercaban a la mansión Savelli.
Cuando finalmente llegaron, Matías saltó del auto sin esperar a que el chofer abriera la puerta.
La mansión se erguía frente a él como una prisión dorada, y su padre lo llevó al despacho.
—¡¿Qué demonios hacías persiguiendo a Laura Sotelo?! ¡Esa… zorra! —gritó Giancarlo, sin poder contenerse más.
Matías lo miró fijamente.
Sabía que las palabras de su padre iban a lastimarlo, pero no estaba