—¡¿Qué dices, Mateo?! Yo no he hecho nada, ¿cómo puedes hacerme esto? Si Annia estuviera viva…
Mateo se echó a reír, pero su risa no era de diversión, sino de burla, de desprecio.
—¡Pero si tú eres Annia! —rugió, señalándola con furia—. ¡Annia no está muerta! ¡Que todo el mundo lo sepa! ¡Eres una repulsiva mentirosa!
El salón se llenó de murmullos ahogados, jadeos de sorpresa.
Los invitados miraban a la mujer que, hasta hace unos segundos, parecía una novia radiante y segura de sí misma. Ahora, en cambio, su rostro estaba pálido como el de un cadáver.
En ese momento, las puertas del recinto se abrieron de golpe.
Los padres de Mateo entraron, acompañados por Beth y Tory. Pero no venían solos.
Con ellos estaba un hombre de expresión endurecida y un niño pequeño de no más de cuatro años, que al ver a la novia corrió hacia ella con los brazos extendidos.
—¡Mamá! —gritó con una vocecita aguda y emocionada.
El aire pareció desaparecer del salón. Un silencio absoluto cayó sobre todos mientras