La pequeña Aria vaciló, su manita aún suspendida en el aire, demasiado cerca del fuego.
Su mirada se clavó en Roma, buscando algo, quizás una súplica desesperada, o tal vez la confirmación de que era importante para ella,
Roma dio un paso hacia ella, los nervios traicionándola.
—¡Aria, no lo hagas! —suplicó, su voz cargada de angustia—. Por favor.
Pero la pequeña negó con un cabeceo obstinado, lágrimas acumulándose en sus ojos grandes y oscuros.
—¡No! Mamita solo debe querernos a nosotros. ¡Solo a nosotros! —gritó con una furia que parecía mayor a la que un niño de su edad podía contener.
Cuanto más acercaba la foto al fuego, más se rompía algo dentro de Roma.
En un impulso inconsciente, levantó una mano, como si fuera a detenerla... o peor.
Aria retrocedió, encogiéndose de miedo al ver el gesto.
Comenzó a llorar, cubriéndose la cara con sus pequeños brazos.
—¡No me pegues, mamita! ¡No me pegues!
La escena golpeó a Roma como un balde de agua helada.
Sintió el peso de sus propias emocio