—¿Roma?
El rostro de Roma estaba marcado por el dolor, sus ojos rojos e hinchados por las lágrimas que se negaban a cesar.
Cada parpadeo era una lucha por contener el torrente que amenazaba con desbordarse de nuevo.
Giancarlo se acercó, su expresión era sombría, pero había una suavidad en su gesto cuando colocó sus manos sobre los hombros de Roma.
Sus dedos, ásperos y fríos por el roce de los años, rozaron su piel, limpiando con cuidado las lágrimas que caían.
—No me gusta verte llorar, Roma. Me dan ganas de destrozar a quien te cause tanto sufrimiento.
El tono de su voz, grave y lleno de una amenaza contenida, hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Roma.
Sin embargo, ella intentó esbozar una pequeña sonrisa, una que parecía tan frágil como el vidrio que amenaza con quebrarse al mínimo roce.
—Entonces, ¿vas a matar por mí? —preguntó, su voz quebrada, casi como si el solo pensar en esa opción fuera un consuelo en su desdicha.
Giancarlo la miró fijamente, la intensidad de su mir