Al día siguiente
Cuando Roma despertó, sintió la calidez del sol filtrándose por las cortinas.
La luz dorada acariciaba su piel, pero lo que realmente la despertó fue la intensa mirada que la observaba con devoción.
Abrió los ojos lentamente y encontró a Giancarlo inclinado sobre ella, su rostro sereno, pero con esa chispa de intensidad en la mirada.
—¿Qué tanto me ves? —preguntó con una sonrisa somnolienta.
Giancarlo le acarició una mejilla con la yema de los dedos, como si estuviera tocando algo frágil y precioso.
—Lo hermosa que estás —murmuró con voz grave—. Eres la mujer más hermosa que he visto… Y bien, ¿qué antojo tiene mi amada esposa esta mañana?
Roma parpadeó, desconcertada.
La pregunta la tomó por sorpresa, y de inmediato, un recuerdo del pasado la golpeó como una bofetada helada.
Cuando estuvo embarazada la primera vez, antes, jamás pudo expresar sus antojos. Si alguna vez lo intentó, Eugenia se burló de ella, diciendo que eran caprichos ridículos y falsos, una forma absurd