—¿Quién te crees que eres? Eres un imbécil —exclamó Fernanda, empujándolo con todas sus fuerzas.
Matías sonrió, una sonrisa llena de desafío, mientras sus ojos brillaban con deseo.
Se acercó a su rostro, demasiado cerca, y ella sintió que su cuerpo reaccionaba involuntariamente. No podía evitarlo, su respiración se volvía más errática y sus manos, aunque temblorosas, empujaban su pecho para mantener la distancia.
Pero él no se detuvo, tomándola de las muñecas con firmeza y apartándolas de su cuerpo.
En ese momento, sus labios tomaron posesión de los de ella, y no encontró resistencia.
Fernanda, en su lucha interna, terminó cediendo. Nunca pudo negarse a Matías, no desde la primera vez.
Besó su cuello, y supo que estaba perdida. En un abrir y cerrar de ojos, ya estaban en la cama, y él, con manos grandes y calientes, comenzó a despojarla de su ropa.
Cada toque suyo la quemaba, y Fernanda sentía como su propio deseo se avivaba.
Sus respiraciones se entrelazaban, sus cuerpos se buscaban c