Eugenia y Kristal llamaban sin cesar a Alonzo Wang, pero él ni siquiera respondía.
El sonido de las llamadas rechazadas resonaba como una condena en sus oídos. El tiempo avanzaba sin piedad, y la desesperación comenzaba a consumirlas.
Eugenia, sin acceso a los fondos necesarios, se sentía impotente mientras su pequeña esperanza luchaba por sobrevivir.
Cada minuto era una agonía. Kristal, agotada y al borde del colapso, se sentó junto a la cama de hospital, sus ojos llenos de desesperación.
Cuando las enfermeras la devolvieron a su lugar, Kristal soltó un sollozo, como si el dolor de su corazón se filtrara en cada rincón de su ser.
—¡No! —se susurró a sí misma, tratando de contener las lágrimas—. Esto no es mi Karma, no es una venganza del destino… ¡No! ¡Con mi hijo, no!
El miedo se apoderaba de su pecho. La incertidumbre, el peso de lo que estaba por venir, la rodeaba, y no podía soportarlo. Pero algo, un recuerdo fugaz, la atravesó: Roma.
Pensó en ella, en todo lo que había pasado. L