Roma se alejó, su respiración entrecortada y su cuerpo temblando por la furia contenida.
Sin poder contenerse, dio una bofetada a su rostro, un acto que resonó con un sonido seco, casi doloroso.
—¿Estás loco? —gritó, su voz quebrándose con el peso de la rabia y el dolor—. ¡¿Perseguirnos hasta aquí?! Lo que sentí por ti ya se fue hace mucho tiempo.
Al principio, quise ser la esposa que jamás llegué a ser, pero… en los brazos de Giancarlo Savelli, no puedo ser otra cosa más que su mujer, y lo disfruto como nunca.
Alonzo, con los ojos inyectados de ira, dejó escapar un rugido ahogado, su pecho subiendo y bajando con fuerza. Sus palabras, ahogadas por el dolor, se convirtieron en un grito desesperado:
—¡Roma, me estás matando!
—Lo sé —respondió ella, su tono frío y calculador—, y me alegra que lo sientas. Y no, no es venganza, es solo mi verdad, mi dolor hecho vida. Y eso te duele, ¿verdad? Porque te lo mereces.
Fue entonces cuando Giancarlo apareció como un vendaval.
Al ver a Alonzo, arro