El abogado salió, y presenció una violenta pelea que se desarrollaba en el extenso jardín frente a la mansión familiar. Los entrenados hombres de Sebastián combatían ferozmente contra los guardaespaldas de Stella, moviéndose entre los arbustos y estatuas que adornaban el lugar. Era notorio, que los hombres de Sebastián, con su ventaja numérica estaban ganando terreno minuto a minuto. La brutal pelea involucraba puños, patadas y algunos improvisados bastones tomados del jardín, mientras los gritos de esfuerzo y dolor rompían la tranquilidad del vecindario.Sebastián, con el rostro amoratado y un hilo de sangre descendiendo por su barbilla, apenas comenzaba a recuperarse de la paliza que había recibido apenas unos segundos atrás. Respiraba con dificultad, sentía un dolor en las costillas, y su camisa de diseñador, antes impecable, ahora mostraba manchas de tierra.A pesar del dolor físico que nublaba sus pensamientos, estaba determinado a ingresar a la mansión que consideraba
Sebastián se rehusaba a soltarla con una desesperación que le quemaba las entrañas, aferrándose a ella como un náufrago a su última tabla de salvación en medio de un océano tempestuoso. Temía que si la liberaba por tan solo un instante, ella pudiera desvanecerse como la niebla matutina ante el sol del mediodía, borrándose de su vida una vez más sin dejar rastro alguno de su existencia.No soportaría, ni por un segundo siquiera volverla a perder después de haber atravesado el desierto de la soledad durante tanto tiempo, sin el oasis de su presencia. La idea de verla partir nuevamente, de contemplar su silueta alejándose por segunda vez hacia un horizonte inalcanzable, desgarraba las fibras más profundas de su cordura. Si ella se iba nuevamente de su lado, abandonándolo a la crueldad del tiempo y la distancia, se volvería loco, perdido en el laberinto de una mente fragmentada por la ausencia del único ser que daba sentido a su existenciaLa policía llegó, y arrancaron a Sebastiá
«Cuando Stella se comunicó con Mayra, y está junto a Anderson la ayudarán a salir de dicho lugar, ella le pidió, más bien le hizo jurar a ambos que no dirían a Sebastián, el hombre que alguna vez amó con locura desmedida, donde se encontraba exactamente, como si revelar su ubicación fuera equivalente a firmar su propia sentencia de muerte. Fue así como Anderson, sintiendo el peso de una promesa que no deseaba cumplir, pero que había aceptado en un momento de recuperar al amor de su vida, se vio obligado a desviar la búsqueda incesante y casi obsesiva de Sebastián. Utilizando estrategias y mentiras por lugares y distantes donde Stella no había estado, creando falsas esperanzas en aquel hombre desesperado, dejándole pistas falsificadas y detalle que lo alejaban cada vez más del verdadero lugar donde ella se refugiaba, una táctica que le causaba conflictos morales, pero que era necesaria para recuperar a Mayra. Tras salir de ese sitio que le había servido como escondite durante s
Sebastián ingresó a la habitación de Stella con el corazón palpitando, pensando encontrarla sumida en el sueño profundo. No obstante, la cama estaba tendida, sin una sola arruga que delatara su presencia, y ya era media noche según marcaba el reloj de la mesita de noche. El silencio abrumador de la habitación solo aumentaba su ansiedad mientras recorría la mirada en cada rincón del espacio. ¿Dónde estaba su esposa a estas horas? Se cuestionó mientras ingresaba al vestidor, apartando con brusquedad los vestidos de seda y abrigos que colgaban ordenadamente, esperando encontrarla ahí dentro escondida, revisando cada rincón y cada estante, pero no estaba por ningún lado. Tal vez había ido a otra de las habitaciones de aquella mansión. Era una posibilidad lógica considerando las recientes tensiones, por ello fue abriendo una tras otra habitación, encendiendo luces y sobresaltando a la oscuridad que reinaba en cada una de ellas. —Señor —la empleada de confianza que aún esta
La mirada de Sebastián se apartó lentamente de Stella y se posó con intensidad en el abogado, quien se irguió con nerviosismo ante el escrutinio.La tensión era palpable, como un hilo invisible que amenazaba con romperse en cualquier momento. La luz que entraba por los ventanales iluminaba el rostro de Sebastián, destacando la rigidez de su mandíbula y la frialdad de sus ojos.—No me digas que no lo sabías, porque eso sí que no te lo creo —continuó Stella, cada palabra cargada de resentimiento—. Sé perfectamente sus planes de quedarse con todo, pero no voy a permitirlo —les aseguró—. No soy ingenua ni estúpida como todos parecen creer. Sebastián, que observaba al abogado como si pudiera extraer respuestas de su semblante incómodo, pensando en nada y en todo mientras se miraban en un silencioso duelo de voluntades, regresó la mirada a Stella. —¿Planes de quedarme con todo? —le sonrió con frustración evidente, una sonrisa que no alcanzaba sus ojos y que más bien parecía una muec
Ante el silencio que se extendió entre Sebastián y Marina, el vicepresidente experimentó satisfacción, pues ese mutismo prolongado significaba que la pareja no había concebido descendencia. El silencio hablaba más que cualquier palabra.—Ya veo, no tienen hijos, por lo tanto, no puedes seguir ostentando la posición de presidente de esta empresa —declaró con triunfo apenas disimulado, saboreando cada palabra como quien degusta un manjar.—No tienen descendencia en este momento, pero… están a tiempo de concebir un heredero. Son jóvenes y tienen toda una vida por delante… —expresó el abogado, deslizando sutilmente ideas a Stella y Sebastián, para que consideraran la posibilidad de planificar la llegada de ese hijo tan necesario.El vicepresidente se rio con una sonrisa sardónica que no intentó disimular, porque después de presenciar cómo Stella había delatado a Sebastián durante la reunión anterior, confesando abiertamente ante todos los presentes, sin un ápice de duda o remordimiento
El corazón de Sebastián dolió. Dolió como si mil agujas afiladas y ardientes se clavaran en su órgano vital, perforando cada milímetro de ese músculo que bombeaba sangre incansablemente. El dolor se extendía como una ponzoña letal por sus arterias, alcanzando cada rincón de su ser, dejándolo sin aliento, sin capacidad para razonar claramente. Cada palabra que Stella pronunciaba con aquellos labios carmesí que tanto había deseado besar, lo partía en mil pedazos, dejando fragmentos imposibles de recomponer. La frialdad en sus ojos, ese desprecio palpable que emanaba de cada sílaba pronunciada, era como un puñal que se retorcía en su interior, desgarrando sus entrañas sin piedad alguna.Nunca antes había experimentado semejante agonía emocional, ni siquiera cuando perdió a su abuelo.¿Por qué lo odiaba con tal intensidad demoledora? —se preguntó—. ¿Por qué Octavio Arteaga había preferido darle amor incondicional y criarlo a él, antes que, a ella, que llevaba su misma sangre, que
Stella intentó abandonar la oficina, pero Sebastián la detuvo del brazo con firmeza, en un gesto que revelaba su desesperación por no dejarla marchar así, sin resolver la tensión que se había instalado entre ellos como una muralla.Los dedos masculinos se cerraron en torno a su delicada piel, no con brusquedad sino con la determinación de quien siente que está perdiendo algo valioso. El contacto despertó en ambos una corriente eléctrica, mientras el silencio de la oficina parecía amplificar cada latido de sus corazones acelerados.—Aún no hemos terminado —pronunció él con voz profunda, con un matiz de súplica que no pasó desapercibido para ella, quien conocía demasiado bien cada inflexión de aquella voz que tantas noches había susurrado promesas ahora rotas en la intimidad de sus oídos.—Yo ya he terminado —respondió, sacudiéndose de ese agarre con un movimiento decidido que evidenciaba su resolución de no ceder ni un centímetro ante quien una vez tuvo todo el poder sobre sus emo