Al no encontrar a Stella, Sebastián había ido a buscarla a cualquier parte, con el corazón latiendo desbocado y la angustia consumiéndole como fuego lento.Sus ojos, enrojecidos buscaban en cada rincón de la calle, escudriñando entre las personas que transitaban, esperando ver su silueta en algún punto del horizonte urbano. El viento otoñal, frío e indiferente, golpeaba su rostro mientras recorría cada calle, cada parque.Así llegó a la casa de Anderson Valencia, sintiendo que cada segundo que pasaba era una eternidad.Necesitaba, con la urgencia de quien se aferra a su última esperanza, hablar con ese hombre, y exigirle que le dijera dónde estaba su esposa.Estaba convencido que el doctor Valencia, siendo el esposo de la única y verdadera amiga que Stella había considerado digna de su confianza, debía saberlo todo sobre su paradero actual. Cuando llegó a la residencia de los Valencia, la empleada le comunicó que el doctor no se encontraba en casa, que había tenido que salir h
Sebastián fulminó a su esposa con la mirada, aquella mirada penetrante y fría que siempre había logrado intimidar a todos quienes la recibían, excepto a ella, por repetir esas palabras que perforaban su alma como dagas envenenadas, palabras que hacían brotar un torbellino de emociones contradictorias en su interior.—¡Son mis hijos! ¡Me los ocultaste por siete meses de embarazo!! Te hiciste pasar por muerta cuando estabas viva, y todavía quieres seguirme engañando con mentiras absurdas que no tienen ningún sentido ni fundamento! ¿Crees que voy a creer semejante disparate, que son de alguien más? ¿En serio crees que podría pensar, aunque fuera por un instante, que otro hombre es el padre de esas criaturas? —¡Son míos Stella, míos y tuyos, fruto de nuestro amor, aunque ahora quieras negarlo para seguir lastimándome como lo has estado haciendo desde que reapareciste en mi vida! No hay duda alguna sobre mí paternidad, por más que intentes sembrar esa semilla de duda en mi mente —exclamó
Se quedó ahí, arrodillado en el suelo frío y duro, con los hombros caídos y el rostro descompuesto por la angustia, después de que ella le gritase con toda la furia que jamás, lo perdonaría por todo el sufrimiento causado, y entrara a la habitación de los niños, cerrando la puerta con un golpe seco que resonó como una sentencia final en toda la mansión. El Sebastián, poderoso e intimidante, había perdido completamente toda su dignidad, orgullo que durante años había sido su escudo contra el mundo, y aquella arrogancia que intimidaba a cualquiera que osara desafiarlo, en los negocios o en su vida personal.Ahora se encontraba reducido a un hombre vulnerable y desesperado, pero aun así, a pesar de su rendición total, de haber bajado todas sus defensas, ella no le aceptó el perdón que le había ofrecido entre lágrimas.Stella había construido un muro alrededor de su corazón, forjado con cada decepción, con cada insulto, cada desplante que había sufrido durante su matrimonio, y ahora e
Después de que el abogado se fue, Stella se quedó en el silencioso despacho, con los pensamientos dispersos como hojas al viento otoñal y los ojos fijos en la carpeta que había quedado sobre el escritorio de caoba pulida. La estancia, antes llena de la voz grave del representante legal, ahora parecía más grande, más vacía, más opresiva. Los rayos del sol de la tarde se filtraban perezosamente a través de las cortinas de seda, proyectando sombras alargadas sobre la antigua alfombra persa que cubría parte del suelo. Sus dedos ligeramente temblorosos por la tensión acumulada durante la reunión, recorrían los bordes del documento mientras intentaba poner en orden sus pensamientos caóticos. Las palabras impresas en aquellas páginas podrían cambiar el rumbo de su vida y la de sus hijos de manera irreversible, como un barco que cambia su dirección en medio de una tormenta. El reloj de pared herencia de generaciones anteriores de Arteaga, marcaba el paso del tiempo con un tic-tac im
Al día siguiente, tras una noche de insomnio plagada de pensamientos turbulentos y decisiones difíciles que tomar, Stella decidió dirigirse hacia el despacho del abogado.Una vez que la secretaria, una mujer de aspecto impecable y expresión distante, la anunció mediante una breve llamada telefónica al despacho, Stella se acomodó en el asiento frentero.—Y dígame señora Arteaga, ¿qué decisión tomó? —preguntó el abogado. —Que quede claro que no estoy aceptando por sus estúpidas amenazas, porque si me lo propongo, a prisión no voy, ya que su cliente nunca permitió que se me declarada oficialmente muerta. Eso, lo sabe perfectamente —respondió Stella con una voz firme que no dejaba entrever cualquier atisbo de temor, mientras observaba cómo el abogado fruncía los labios.—Solo estaba desaparecida, y no hay ningún delito en quererme alejar de un narcisista como Sebastián. Pero no he venido aquí a quejarme, el caso aquí es, que estoy de acuerdo con todas esas condiciones absurdas que pr
De reojo vio como Sebastián se levantaba de su asiento en la esquina opuesta del restaurante, con esa característica determinación que siempre había mostrado.Sintió cómo el estómago se le contraía mientras un escalofrío recorría su espalda, anunciando le que ahí, podía correr sangre. Por ello, decidió levantarse con un movimiento fluido y elegante, disculpándose brevemente con una sonrisa tensa, para luego dirigirse a su encuentro, como quien se aproxima a un animal salvaje e impredecible. Debía evitar a toda costa que ese hombre, con su imponente presencia y esa mirada penetrante que parecía leerle el pensamiento desde la distancia, arruinara los planes que había trazado.—¿Qué haces aquí? precisamente en este lugar. Este no es un lugar común ni apropiado para que el gran empresario Sebastián… ¿Cómo es que se apellida tu padre? —le sonrió con una mezcla de ironía y desafío que intentaba ocultar su nerviosismo— ¿Me estás siguiendo, acaso? ¿Has decidido convertirte en mi sombra
Marina caminaba lentamente por el sendero pedregoso en dirección a la imponente casa de los Arteaga, con los pensamientos perturbados, el corazón destrozado y el alma fragmentada en mil pedazos. Las palabras hirientes y acusadoras de Sebastián habían calado en su alma herida, como dagas afiladas que penetraban sin piedad en las cicatrices que ya cargaba desde hace tantos años. El viento otoñal mecía suavemente su cabello desaliñado mientras cada paso que daba parecía más pesado que el anterior, como si cargara sobre sus hombros el peso insoportable de todos sus errores pasados, de todas las decisiones equivocadas que había tomado en momentos de desesperación, amor ciego y juventud imprudente. Las nubes grises se acumulaban sobre su cabeza, como presagio de la tormenta que se desataba en su interior, reflejando perfectamente el caos de sentimientos que la atormentaban sin cesar.Era cierto, pensaba Marina mientras apretaba los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos.
Sebastián Arteaga ingresó a la habitación de Marina de Arteaga, su esposa, mientras la luz del atardecer se filtraba por las cortinas de seda blanca.Llevaban dos años casados, pero nunca había estado a solas con ella en la habitación, menos con ella envuelta en una toalla que dejaba ver sus hombros delicados.Un exquisito y misterioso aroma a jazmín y vainilla se apoderó de las fosas nasales de Sebastián, una fragancia que hizo sentir un inexplicable calor recorrer su cuerpo.Marina, con una dulce sonrisa en sus labios rosados, le invitó a pasar, pero él, firme en su posición junto al marco de la puerta de roble tallado, negó mientras extendía la carpeta de cuero marrón que sostenía.—El abuelo ha muerto, por lo tanto, ya no podemos seguir casados —ante esas palabras crueles y cortantes, el corazón de Marina se apretó como si una mano invisible lo estrujara— Quiero que firmes el divorcio, que tomes tu parte de la herencia y desaparezcas de mi vida para siempre —cada palabra pronuncia