Permitir contejarla.
Marina caminaba lentamente por el sendero pedregoso en dirección a la imponente casa de los Arteaga, con los pensamientos perturbados, el corazón destrozado y el alma fragmentada en mil pedazos.
Las palabras hirientes y acusadoras de Sebastián habían calado en su alma herida, como dagas afiladas que penetraban sin piedad en las cicatrices que ya cargaba desde hace tantos años.
El viento otoñal mecía suavemente su cabello desaliñado mientras cada paso que daba parecía más pesado que el anterior, como si cargara sobre sus hombros el peso insoportable de todos sus errores pasados, de todas las decisiones equivocadas que había tomado en momentos de desesperación, amor ciego y juventud imprudente.
Las nubes grises se acumulaban sobre su cabeza, como presagio de la tormenta que se desataba en su interior, reflejando perfectamente el caos de sentimientos que la atormentaban sin cesar.
Era cierto, pensaba Marina mientras apretaba los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos.