ASHTON GARDNER
Después de hablar con William, regresé al interior buscando a mi esposa. Ya era tarde. Las luces cálidas de la casa envolvían todo con ese aroma hogareño que solo Lissandra sabía crear, pero había un pequeño problema: la sobrecarga de azúcar en el cuerpo de mi hijo.
—¡Soy un dragón! ¡Voy a volaaaaar! —gritaba Erick, corriendo por el pasillo con una capa improvisada que claramente había sido una de mis camisas.
Liss estaba sentada en el sofá con una mano sobre la frente y otra sujetando una taza de té. Tenía esa mezcla entre ternura maternal y desesperación resignada que solo las madres conocen. Cuando me vio, alzó una ceja como si dijera: “¿Vas a hacer algo o lo amarro yo?”
—¿Quieres que lo duerma a la antigua? —pregunté, quitándome la chaqueta mientras caminaba hacia ella.
—A menos que tengas un tranquilizante o puedas hipnotizarlo, suerte —murmuró, aunque no pudo evitar sonreír al verme.
Me incliné y le di un beso lento, pausado, como si el mundo no existiera por un s