ASHTON GARDNER
El médico salió de la sala con el rostro cansado, pero tranquilo.
Me puse de pie al instante.
—¿Y bien?
—No tiene heridas internas. Ningún rastro de violencia sexual —dijo—. Solo marcas en las muñecas y los tobillos. Las ataduras la dejaron muy adolorida. Pero no hubo más daño físico.
Mi corazón se desinfló de golpe.
Pero el alma… aún temblaba.
—¿Puedo verla?
—Sí. Pero… está muy sensible.
Asentí.
Entré.
Y ahí estaba.
Mi esposa.
Mi Liss.
Vestida con una bata blanca, sentada en la camilla, con la mirada perdida.
Me acerqué sin hacer ruido.
—Mi amor… —susurré.
Sus ojos se encontraron con los míos.
Y lloró.
No como antes.
Esta vez en silencio.
Como quien suelta un peso que ya no podía cargar.
La abracé.
Y prometí algo sin palabras:
Nunca volverás a estar sola.
—No pude hacer nada, no pude defenderme...
—Ssh, amor. Tranquila. No fue tu culpa. Ese hijo de puta no alcanzó a tocarte. Tranquila... ¿quieres que nos vayamos?
—¿A casa? —preguntó ella con su voz rota.
Negué despacio