Esa noche, ella y Amaya poco a poco rompieron el hielo. Eran parcas las palabras, no hablaban mucho, sin embargo, en lo que se decían compartían sentimientos similares: miedo, dolor, y principalmente incertidumbre en el futuro. Ninguna de las dos tenía claro cuál era el camino que debían seguir. Eran dos extrañas unidas por lazos de sangre, que descubrían sus similitudes, en especial lo solitaria que habían sido y seguían siendo sus existencias. Estaban perdidas en un mundo en el cual no encajaban.
Días después, Amaya se había integrado a la rutina de la adolescente. Por las mañanas desayunaban lo que recolectaban de los árboles y arbustos cercanos, luego entrenaban. La ex cazadora descubrió que el poder de Hatsú era impresionante al punto de desear verla en acción algún día. Sus reflejos eran innatos, como si pudiera adivinar los movimientos del oponente y aunque no era muy diestra con la espada, no le hacía falta. Era más fuerte y más veloz que ella, quizás hasta podría equipararse